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Mirar un cuadro por dieciséis euros

El perro de Wyeth está viajando en tren, tiene su hatillo a modo de almohada, bajo su cabeza y el tiempo pasa a través de las ventanas que tiene detrás. Deja su casa de campo y sale, se pierde en la aventura, en el viaje. El perro es ya el hombre en Wyeth, no es más su acompañante. El perro puebla sus cuadros como los pueblan las figuras humanas, están solos y se comportan como seres humanos. Están solos  y melancólicos. Hemos visto el original de ese perro en el Museo Thyssen. Una ocasión única.

El perro de Wyeth favorito para los norteamericanos es otro, aquel que duerme en una cama doble con su cabeza apoyada donde se quedan los sueños olvidados. El perro vive en la casa y mira por sus ventanas como lo hacemos todos, con el deseo de viajar a otras vidas. Y cuando duerme, sueña esos viajes, sobre la colcha blanca.

Tras mirar veinte minutos un cuadro en una exposición, uno puede sentir que está solo con el perro, solo en una casa ocupada por perros, donde los hombres y mujeres ya han salido de este mundo, quizá expulsados por otros hombres y mujeres. Veinte minutos es el tiempo mínimo para sentir un cuadro, dicen algunos artistas que imparten cursos de arte.

Tras veinte minutos los alumnos comprueban que los animales de los Wyeth están en unas paredes de un color y los humanos, en otra; que las aves representan otra cosa que aves; que las banderas americanas en las puertas que enmarcan a Andy Warhol, son habituales y no obra de fantasía. Tras veinte minutos de gozo uno puede salir del museo más vivo y participar después de una charla con otros que también han mirado y visto ese u otro cuadro que han elegido libremente. Los museos están vivos porque lo están sus visitantes.

Veinte minutos se pueden tener. Pero, ¿veinte minutos a dieciséis euros, que es el precio único que ha puesto el Museo del Prado para exposiciones y la colección permanente? Dieciséis euros son demasiados para ver una obra. Y es mucho más placentero entregarse a una obra que a cientos y  mucho más nutritivo. El arte al por mayor nunca ha enamorado. Más no es más sino menos.

Como todos, deseo ir a ver El Bosco y deseo hacerlo varias veces, sobre todo después de haber leído el artículo de Jorge Martínez Reverte. Y quiero ver cada pieza despacio. El arte de la lentitud, como enseña en sus páginas Carl Honoré. Quiero mirarlo despacio y con pocos. Quiero colarme en el museo vacío. Pero a dieciséis euros ya sé que no iré muchas veces.

Y sé que la mayor parte de los madrileños buscarán las tardes gratuitas y los precios de descuento. Y espero que todos los colegios lo programen aunque las actividades extraescolares ya las programan y financian los padres.

Pero sigo dando vueltas al precio: 16 euros entrada única al Museo del Prado; 12 euros entrada única el Museo Thyssen y, menos mal, 8 euros el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía para su colección permanente y exposiciones temporales y 4 euros  si solo se ven exposiciones temporales.

Los precios únicos y tan altos para las exposiciones temporales y las colecciones permanentes son un cambio repleto de desventajas. Incitan a acumular más obras en el recorrido y dedicarles menos tiempo. Sin duda, la recomendación de los veinte minutos es una gran recomendación. Pero casi nadie puede permitírsela.

Los directores de los museos deberían explicar su política de precios, y los responsables políticos, su escasa colaboración con los museos nacionales y el nulo impulso a la financiación privada. Los recortes no van a menos sino a más en cuanto al acceso igualitario de la cultura se refiere. Menos mal que estamos a las puertas de un cambio.

Un cambio para mirar despacio, para gozar el arte y nutrirnos con ella, forjarnos un criterio y ser más libres, y menos solitarios, parecernos menos al perro de Wyeth que duerme sus sueños para olvidarlos y más a su perro viajero. 

Ana García D'Atri