lunes, abril 29, 2024
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Ese Erdogan que fue Jueves

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Fue Erdogan un hábil alcalde de Estambul allá por mediados de los noventa; luego, como dirigente del país, impulsó la economía turca. A la par, despacio y de forma solapada, fue desmantelando lo que él llamaba el Estado profundo, es decir, los laicos herederos de Ataturk (que tampoco fueron santos, pues masacraron a los armenios, expulsaron a los griegos y no hace tanto liquidaron a trece mil alevis, una secta chiita, amén de la permanente represión de los kurdos). Ahora parece haber culminado su jugada con ese pretexto, oh cuán oportuno, de una asonada, un alzamiento tan chapucero que además de no conseguir nada ha causado muertos. De paso, elimina también a los gulenistas, los otros enemigos.

Tengo en mis manos un ejemplar de la obra de Curzio Malaparte en portugués, que releo hoy estimulado por los sucesos de Turquía. En portugués porque en la Lisboa del 25 de abril de 1974, de la revolución de los claveles, o el golpe de Estado de los militares de la guerra colonial, este libro tuvo bastante difusión. No era casualidad, pues del 74 al 76 allí se conspiró bastante, por lo que se reeditaba con profusión una obra originaria de 1931 (que sólo pudo circular en Italia en 1948).

Malaparte podría añadir hoy un flamante capítulo sobre Erdogan a su clásico Técnica del golpe de Estado, donde analizaba los de Napoleón, Luis Napoleón Bonaparte, Kapp, Primo de Rivera, Pilsudski y de Trotski, el gran maestro de esta técnica. Como decía Malaparte, los golpes de Estado no dependen solamente de la situación política y social, sino de factores más complejos y menos mecánicos. Ni el marxismo vulgar -mecanicismo por excelencia- acierta al analizar estas situaciones ni el simplismo izquierda derecha explica lo que pasa en muchos países musulmanes. Los obreros turcos en Alemania vitorean a Erdogan. Es un dirigente que sabe captar perfectamente algo inasible, vaporoso, pero muy importante, como es el «estado de ánimo» de su pueblo.

Como esas piezas de ajedrez que no hay quien mueva para no perder al rey, o esa carta que se reserva por si acaso, Erdogan juega inteligentemente la posición geográfica y política de Turquía. No hay nadie frente a él, la sociedad civil turca es muy débil y el islamismo ha teñido todo el país, incluida gran parte de la antigua izquierda. Hay un cierto eco musoliniano en Erdogan, que baraja perfectamente las contradicciones exteriores e internas a su favor.

Y Occidente baja una vez más los brazos o como mucho susurra su disconformidad. Que repriman, parece ser el mensaje, pero con moderación. Ya estamos acostumbrados a ese tibio pragmatismo de la UE, frustrante y narcótico. Es el mismo del que se hizo gala con Srebenica o con la Krajina. Pero, de todas maneras, ¿qué voz puede levantar? Ninguna, solo limitar en lo posible los daños. Y a tragar.

Hay muchas narraciones de autogolpes en la literatura latinoamericana que nos contaban cómo podían servir para reforzar a los dictadores. En el cine, en la trilogía de Coppola, El Padrino, hay también varios ejemplos de esta sagacidad de Vito y de Michael Corleone. Nada nuevo bajo el sol. ¿Cuántos hombres que fueron Jueves, como en la novela de Chesterton (en la que los conspiradores son los propios policías), colocó Erdogan entre los presuntos golpistas?

Turquía se aleja de la Unión Europea de una vez por todas. El fracaso de la democracia en ese gran país es sobre todo una mala noticia para los musulmanes de todo el mundo que quieren separar religión y Estado.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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