sábado, mayo 4, 2024
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Varapalo para menores y madres divorciadas en una Sentencia sin perspectiva de género

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Los medios de comunicación nos han transmitido de forma unánime esta narración: el Tribunal Supremo ha llegado para ayudar a esos hombres que son expulsados de sus casas tras el divorcio, que tienen que seguir pagando su parte de la hipoteca (además de su propio alquiler) y que luego ¡y esto ya es demasiado! descubren que un gorrón que se acuesta con su mujer se ha mudado a la casa que él mismo compró. Hasta ahora la jurisprudencia decía que el ex marido tenía que esperar a que los hijos fuesen mayores de edad para solicitar la venta de la vivienda. Pero ahora el Supremo ha venido a hacer justicia: ha dictaminado que si el nuevo novio se instala en la casa, la familia ya no es la misma y el ex marido puede pedir que la casa se venda, porque ya no puede considerarse la “vivienda familiar”.

Los medios nos ayudan a imaginar al nuevo novio, que está usurpando el lugar del ex marido, sustituyéndolo en la unidad familiar, quedándose con su mujer, sus criaturas y su casa, mientras el pobre ex marido paga la fiesta. La conclusión que se nos sugiere es la siguiente: el nuevo novio es un aprovechado y la ex mujer es una traidora. Ya era molesto para algunos hombres aceptar que su familia pudiera seguir viviendo en su casa aunque él fuese expulsado de ella. Pero en cierto modo podían contentarse pensando que mientras no hubiera un nuevo hombre, su sombra seguiría pululando entre los muebles. Pero ahora la justicia dice que si El Hombre es sustituido por otro, entonces la familia es otra, no es exactamente la suya. Sus deberes con las criaturas que engendró disminuyen: no debe pagar la hipoteca de la casa en la que viven sus hijas. Esta disminución de su deber es culpa de la madre, ella lo ha querido así.

En este relato hay dos bandos (los bandos, desde el punto de vista patriarcal, son determinados por la presencia de los hombres): de un lado tenemos a un hombre burlado y de otro a un hombre aprovechado que se llevó “de gorra” a la hembra, la casa e incluso a las criaturas. Como en estos tiempos el derecho no puede exigir la restitución de la hembra, hemos de hacer todo lo posible por impedir que ese invasor pueda utilizar la casa. Pero no vamos a ponerle a pagar un alquiler, no vamos a buscar soluciones que compensen económicamente por el uso de la vivienda. Porque el problema no es realmente el gorrón, sino que  es un asunto de honor. El problema es esa mujer traidora, la cómplice, y por eso tomaremos una decisión que a ella le duela y, de paso, que perjudique a los niños (eso seguro que le duele). Al fin y al cabo, repetimos, ella lo ha querido así desde el momento en el que decidió meter a un tío en la casa de su ex marido, en la cama de su ex marido.

Desde el momento en que la mujer instale “al okupa” en la casa, el hogar tendrá que venderse. No importa que esto suponga malvender la casa mermando el patrimonio futuro de los menores, o que las criaturas estén acostumbradas a sus cuartos, a sus pasillos, a su barrio. Se  pondrá en venta y la mujer tendrá que buscar un nuevo lugar al que irse con las criaturas. Ya se apañarán, que lo pague el nuevo novio. Si la mujer se negase a venderla, podría establecerse un régimen de años alternos: un año la ex mujer con los hijos menores y otro año el ex marido solo. Estupendo. Si no hay más remedio, el ex marido se verá obligado a pedir una custodia compartida: todo sea por impedir que el nuevo hombre se quede con su casa.

La historia que nos cuenta la justicia patriarcal utiliza un lenguaje neutral al género, esta nueva línea jurisprudencial tiene pretensión de ser aplicada a todos los casos en los que la nueva pareja del progenitor custodio se instale en la casa. La falsa neutralidad al sexo omite datos que parecen considerarse irrelevantes. No tiene en cuenta que las mujeres usualmente son las custodias y que son ellas las que estadísticamente salen perjudicadas económicamente por los divorcios, llegando a vivir situaciones muy precarias que hacen de las madres separadas y divorciadas un colectivo especialmente azotado por la pobreza.

La sentencia ignora los supuestos estadísticamente frecuentes en los que las mujeres son la parte débil del matrimonio y del divorcio. Uno de estos casos es el de las mujeres víctimas de violencia de género. Al fin y al cabo, estas situaciones casi nunca llegan a conocimiento del derecho. Muchas mujeres temen abandonar relaciones violentas o injustas porque no quieren desarraigar a los niños ni que estos tengan que abandonar la casa en la que han crecido. También temen acabar alquilando un piso cochambroso para vivir con sus hijas con su escaso salario y una pensión irrisoria que saben que su marido se negará a pagar. La sentencia ignora el supuesto en el que ella tuvo que dejar su trabajo para hacerse cargo de las criaturas, o aquel en el que el trabajo de la mujer es precario y tiene que hacer malabares para sacar adelante a sus tres criaturas y para pagar la media hipoteca (especialmente en ese caso en el que la pensión que paga el ex marido es la mínima, porque siempre ha cobrado en negro y decía que “no tenía”). No se tiene en cuenta la triple jornada que sufren las mujeres (trabajar fuera de casa, cuidar a las criaturas pequeñas y mantener la casa limpia), ni se tiene en cuenta que algunos hombres no hacen casi nada en casa y siguen pensando que la crianza no va con ellos. Para las mujeres que sufren a estos hombres, la tortura no acaba con el divorcio, que las vuelve aún más esclavas, pues tienen que realizar un segundo trabajo y pagar el cuidado de los niños mientras trabajan. 

La sentencia tampoco tiene en cuenta las especiales dificultades para encontrar pareja que tienen las madres. De hecho uno de los motivos por los que las mujeres no se atreven a separarse de relaciones violentas es que piensan que jamás podrán rehacer sus vidas: “¿qué hombre querrá a una mujer que trabaja tanto y que tiene un niño de ocho meses?”. Otro temor paralizante es el de que el marido reclame la custodia compartida, y los hombres machistas utilizan esta insinuación como amenaza. Muchas mujeres temen en estos casos que los niños acaben siendo criados por la abuela paterna (que ya bastante ha tenido) o que la pobre novia veinteañera de su ex marido se convierta en la niñera gratuita. Para evitar esta posibilidad las mujeres aceptan esa pensión mínima y el cincuenta por ciento de la hipoteca. Ese cincuenta por ciento está muy lejos de compensar la mitad de los gastos comunes que los hombres machistas se niegan a pagar: los libros del colegio, el material escolar, las clases de inglés, la ropa (crecen tan rápido…).

Hasta ahora los juzgados primaban el interés del menor. La casa permanecía vinculada a los hijos e hijas. Por eso vivía en ella la madre (que muchas veces tiene la custodia por haber sido hasta el divorcio la cuidadora principal) y podía vivir en ella con sus hijos, con independencia de que conviviese con una nueva pareja o no. Los hijos podían seguir viviendo en la casa hasta que llegasen a la mayoría de edad. Pero para la justicia patriarcal el interés del menor siempre ha sido una excusa para fastidiar a los hombres. Pensemos en el gorrón, nos dicen. El relato que transmite la Sentencia del Supremo expresa los intereses y preocupaciones del punto de vista patriarcal de la vida.

Tasia Aránguez Sánchez

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