sábado, mayo 4, 2024
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La caza del león

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Hoy en día, cuando en Argelia se cazan hombres y no leones, parece un poco frívolo recordar las aventuras del bueno de Tartarín de Tarascón, que el propio Daudet siempre consideró como una de sus más brillantes obras.  Sin embargo, esas páginas tienen mucho de metafórico. Tartarín sería, en cierta forma, un precursor algo quijotesco que conviene no olvidar del todo.

Recordemos que es casi a principios del siglo XX, alejado por tanto de su propio tiempo, cuando abandona la tibia comodidad de su hogar provenzal para afrontar los peligros inherentes a lo que será la aventura completa. Atraviesa los mares, desembarca en una ciudad como el Argel de entonces, mucho más cosmopolita y tal vez incluso más civilizado que la propia metrópoli, se enfrenta con decisión a estafadores, bandidos y funcionarios, socorre necesitados, ampara menesterosos, y por fin compra un singular camello. Luego, orgulloso aunque no demasiado grácil jinete, se lanza por las afueras de la gran ciudad en busca del temido león, extinguido en tierras argelinas desde hacía siglos, tal vez desde la época romana.

El caso es que, como es sabido, Tartarín conseguirá al fin cazar el tan ansiado león. Poco importa que la pobre bestia fuese ciega y decrépita, o que estuviera cubierta de las mataduras provocadas por los crueles golpes de su sádico domador. Lo que realmente interesa es que el orgulloso cazador regresa en triunfo a su pacífico pueblo provenzal, donde el extraño camello y la apolillada piel del león causan no poco asombro e incluso alguna admiración.

La violencia extrema es una constante padecida por la sociedad argelina con una entereza digna de mejor causa

Otros libros se ocupan de viajes muy diferentes entre Francia y Argelia, como La promesa del alba, de Roman Gary, con un avión ya sin combustible planeando sobre las últimas olas del Mediterráneo, o de las relaciones extrañas entre colonos y colonizados, según las describió Albert Camus en El extranjero. También en el simbolismo a ultranza de La peste, y la representación de una ciudad, en este caso Orán con su hermosa plaza de toros y una multitud de refugiados españoles, condenada a transformarse en infierno no tanto por la plaga en sí como por las reacciones irracionales de las autoridades. Tal vez algo parecido es lo que lleva sucediendo en Argelia desde hace demasiados años.

La violencia extrema es una constante padecida por la sociedad argelina con una entereza digna de mejor causa. Quién no recuerda, por ejemplo, la crudeza de esa excelente película que fue La batalla de Argel, en la que se exponen con todo realismo los excesos y la brutalidad tanto del ejército francés como del Frente de Liberación Nacional.  

Uno se pregunta cómo será ahora aquella ciudad hermosísima que fue Argel, abierta sobre el mar en un irrepetible anfiteatro haussmaniano rebosante de luz. En los orientales salones del hotel Albert I, en la parte alta de la ciudad, bajo los enormes ventiladores de techo que removían con calma el humo de los narguiles, se tomaba una cerveza fresca y ligera. Los automóviles subían en zigzag las empinadas avenidas y los peatones bajaban sin prisas unas interminables calles escalonadas que unían la kasba con el lejano puerto. En aquel entonces uno también podía tomarse un café en cualquier terraza y charlar con unos y otros sin prisas y, sobre todo, sin miedos.

   

Ignacio Vázquez Moliní

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