sábado, mayo 4, 2024
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La indignación de Europa con el burka

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Después de que los británicos conquistaran la región de Sindhi durante los años 40 del siglo XIX en lo que hoy es el Pakistán moderno, el General Charles Napier implantó la prohibición de la práctica del Satí -quemar vivas a las viudas en las piras funerarias de sus esposos. Una delegación de líderes hindúes pidió audiencia a Napier para denunciar que sus tradiciones ancestrales estaban siendo vulneradas. Se dice que el General respondió: «Ustedes dicen que quemar a las viudas es su costumbre. Muy bien. Nosotros también tenemos una costumbre: siempre que unos hombres queman viva a una mujer, les colgamos una soga alrededor del cuello y los ahorcamos… Ustedes pueden seguir su costumbre. Y entonces nosotros seguiremos la nuestra».

Difícilmente el incidente se puede recomendar como modelo de relaciones interculturales, pero pone de manifiesto una tensión. Pueden surgir conflictos entre el respeto a las demás culturas y el respeto a los derechos humanos universales.

Esto es particularmente cierto en lo que se refiere a los derechos de la mujer. Las sociedades tradicionales pueden ser profundamente distinguidas -conservadoras, estables, orientadas al bienestar de la familia, sabias con la naturaleza humana y la sociedad humana. Pero también pueden ser muy patriarcales, como evidencia prácticas tales como el Satí, la compresión de los pies, las leyes que regulan las herencias de las viudas o la ablación. Esto no equivale a decir que las sociedades modernas respetuosas con los derechos no tengan sus propios fallos y errores; solamente reconoce que multiculturalismo y derechos humanos en ocasiones pueden colisionar.

En su mayor parte, estas tensiones ya no surgen a través del colonialismo sino de la inmigración, que puede trasplantar una variante cultural tradicional en medio de una agresivamente progresista. Los terrenos de discrepancia más visibles -la vestimenta por ejemplo- pueden desatar la polémica, exactamente igual que vestir el burka está haciendo hoy en Europa.

Bélgica se dirige a la prohibición total de los velos que cubren la cara en el ámbito público. La policía italiana multaba hace poco a una mujer por llevar un burka. En Francia, es probable que una ley que prohíbe la ropa «diseñada para esconder la cara» se implante en julio. «El burka no es una señal de religión», afirma el Presidente francés Nicolas Sarkozy, «es un signo de sometimiento. No será bien recibido en el territorio de la República de Francia».

Los desencuentros en torno al burka entre las mujeres islámicas con frecuencia son sonados. Esto es de esperar porque la vestimenta religiosa significa cosas diferentes en contextos distintos. Puede ser una «etiqueta corporal» impuesta a las mujeres poco receptivas a base de amenazar a los parientes y con la policía religiosa. Puede ser, según uno de sus críticos, «un triste proceso de autoaislamiento y exilio autoimpuesto». Pero también puede ser una forma de que las mujeres de contextos tradicionales preserven sus esperanzas matrimoniales y el honor de la familia en entornos mixtos. Muchas mujeres que llevan el burka son plenamente conscientes de la elección que toman.

La motivación de los líderes políticos dentro de esta polémica es menos favorable. Los hay que hablan engañosa (y absurdamente) de una motivación de seguridad para prohibir la vestimenta islámica. ¿Quién sabe lo que esconden debajo? Pero según este rasero, la guerra contra el terror justificaría la prohibición del bikini. La verdadera finalidad de la prohibición del burka es la de hacer valer la identidad cultural europea -secular, progresista e individualista- a expensas de una minoría religiosa tradicional y visible. Una nación como Francia, orgullosamente relativista en la mayoría de cuestiones, está convencida de su superioridad cultural en lo que respecta a la libertad sexual. Un país de playas topless está considerando la prohibición del pudor excesivo. La capital del mundo de la moda, en donde las mujeres enseñan demasiado y con frecuencia van convertidas en objetos, imparte doctrina a otras acerca de la dignidad de la mujer.

En calidad de opinión del profano, desde luego creo que el burka es opresor. Parece diseñado para restringir los movimientos, haciendo que las mujeres sean torpes, dependientes y anónimas y que estén indefensas. La gran mayoría de las mujeres musulmanas no llevan una vestimenta integral porque el Corán sólo prescribe la modestia, no una cárcel de sastre.

Pero la cuestión en Europa no es el rechazo social; es la penalización. En cuestiones de libertad religiosa, no hay reglamentos fáciles o rígidos. Los gobiernos aplican la prueba de la balanza. Una tradición que queme a las viudas o que mutile físicamente a las jóvenes justificaría el enfoque de Napier. Algunos derechos son tan fundamentales que deben ser defendidos en toda instancia. Pero si una mayoría democrática puede imponer su voluntad a una minoría religiosa por cualquier motivo, entonces la libertad religiosa no tiene ningún significado. El estado tiene que tener justificaciones públicas y firmes para imponer el respeto, en especial en una cuestión como la ropa que lleva la ciudadanía.

En Francia -donde sólo algunos miles de mujeres entre 5 millones de musulmanes llevan el burka- una prohibición legislativa es simplemente una expresión simbólica de desprecio hacia una minoría impopular. No logrará nada aparte de despertar resentimiento.

© 2010, The Washington Post Writers Group

Michael Gerson

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