Látex
Empezaré diciendo que no me gusta el sexo en el que se juega con objetos extraños a él. No me gustan las esposas, y menos desde que vi Instinto Básico, y no me gustan los látigos y esas cosas del BDSM en el que se mezcla dolor y placer. A mí el sexo me gusta natural. Sin más. Lleno de imaginación. Por eso, cuando una amiga me invitó a su casa para que viera el último modelo de traje de látex que se había comprado le dije que no. No quería líos. Tenía con ella una relación de sexo esporádico y sin ataduras que me era muy placentero y no quería llevarlo más allá. Los dos lo teníamos muy claro. Cada uno iba a lo suyo pero, si ella necesitaba sexo, me llamaba y yo acudía y, si lo necesitaba yo, hacía algo parecido. Sexo-desfogue llamaba yo a la situación.
Como digo, un día me llamó y me dijo que fuera a su casa para mostrarme un traje de látex que se había comprado y le dije que no. Creo que fue la única vez en mi vida que he rechazado un revolcón. Pero no quería entrar en juegos raros.
No volvió a decirme nada. A las dos semanas o a sí, me llamó de nuevo. Le apetecía una fiesta erótico-festiva de las que nos dábamos cada cierto tiempo y a su casa que me fui.
Como siempre, cuando llegué a la casa nos enlazamos en uno de esos besos que duran diez minutos como los que le gustaban a una vieja cupletista. Era todo un preludio de la fiesta. A nosotros, al revés que a la mayoría, nos gustaba ir al grano desde el principio. Y luego, si había tiempo, nos tomábamos la copa y nos fumábamos el pitillito. Si los dos sabíamos a lo que íbamos, para que disimular.
Pero aquella vez, mi amiga no me llevó enlazado por la boca hasta la cama de su habitación. Esta vez, se separó sin que hubieran pasado siquiera cinco minutos y me dijo que tenía que ir un momento al baño. Ante una cosa así, acepté el cambio de planes.
Ella se fue hacia su baño y yo me senté en el sofá del salón a esperar.
Apenas habrían pasado tres o cuatro minutos cuando apareció frente a mí vestida con un traje de látex rojo y minifaldero. Estaba despampanante. El cuerpo perfecto. Se le marcaban los hombros, los pechos, la cintura, las caderas y, cuando se dio la vuelta el látex se le pegaba a su trasero como una segunda piel. Era una visión espectacular. Y más espectacular fue cuando se acercó unos pasos y empezó a moverse al rito de un imaginario You Can Leave Your Hat On de Joe Cocker. No era tan rubia como Kim Basinger ni tenía el pelo tan largo pero me pareció, en aquel momento, la mujer más atractiva del mundo y no supe qué decir o hacer.
Ella siguió acercándose mientras hacía los movimientos más sensuales del mundo. Cuando estuvo junto a mí, me cogió una mano y la puso en una de sus caderas. Después cogió la otra y la puso sobre uno de sus pechos. Y a través de mis manos me llegó una sensación tan placentera como desconocida. Su tacto era suave y, al mismo tiempo, terso. Sus pechos eran sus pechos pero bajo el látex eran distintos. Más duros. Más suaves.
Habían rejuvenecido diez años. Sus caderas tenían las curvas de un tobogán y permitían que mis manos se deslizasen sobre ellas con una suavidad inusitada. Eran las curvas perfectas.
A continuación, se dio la vuelta y me volvió a mostrar su perfecto trasero e hizo algo que acabó de encenderme: estiró su minifalda y la soltó de golpe. El sonido del látex sobre sus nalgas fue algo tremendo. Cuando lo volvió a repetir me di cuenta de que no llevaba siquiera un tanga brasilero y ya no pude resistir más. Por primera vez en el mismo sofá de casa la penetré. Y ni siquiera me había quitado los pantalones. Aquella visión y aquel sonido me habían desencadenado una pasión inusitada. Como no recordaba. Como las primeras veces que lo había hecho con ella.
Fueron pocos envites. Diez. Veinte. O tal vez sólo cinco. No sé. Sé que subí al cielo y que me vacié sobre aquella segunda piel de mi amiga como hacía tiempo que no me pasaba. Ni siquiera esperé su primer orgasmo como hacía siempre. Aquello había sido demasiado fuerte y no había podido contenerme.
Desde entonces, mantengo que, al menos una vez en la vida, una mujer se tiene que vestir de látex. Para que su pareja se lo agradezca eternamente.