La pantera del sexo
Hay quien dice que no hay sexo malo. Se equivoca. Yo creo que sí hay sexo malo. También puede ser que yo ahora, cuando ando en retirada y después de haber vivido casi todo en cuestión de sexo, me haya vuelto muy exigente. Pero, para mí, no todo el sexo es bueno. Es cierto que cuando fui joven lo único que quería era meter y meter y, a ser posible, en una mujer insaciable. De joven siempre se sueña con encontrarse con una ninfómana. Pero ese no es buen sexo. Al final, sólo es sudor. Sin poso. Con pasión pero sin placer. Sexo de dos minutos. Y, para mí, el sexo es otra cosa. Y lo sé por experiencia.
Cuando digo que lo sé por experiencia es porque hubo un tiempo en el que tuve una pareja insaciable. De las que se sueñan. Brava. Súper activa. Una mujer que, cuando se calentaba, se convertía en una pantera del sexo. Yo era joven y lo aguantaba todo. Pero aquello no tenía nada que ver con lo que el tiempo me ha enseñado.
Mis sesiones de sexo con ella empezaban con mis manos buscando sus orificios. Sin tino. Atropelladamente. Pasionalmente. Mientras ella se mostraba pasiva. Dejándose. Se dejaba tocar los pechos. Y la entrepierna. Se dejaba morder los pezones. Y la nuca. Se dejaba besar en los labios y en el cuello. Esperando. Como una pantera espera su presa. Yo notaba que se iba a lanzar sobre mí cuando ponía mi mano en su sexo y notaba que su vagina se volvía blanda y viscosa. Al principio me gusta aquello. Yo la calentaba y ella se transformaba y me comía.
Siempre era igual. En un momento dado, se incorporaba, me ponía bocarriba y se lanzaba sobre mí. Ella siempre arriba. Dominando. Y, a partir de ese momento, se acababa el juego. Como mucho, palpaba mi pene para conocer su poder y podérselo introducir sin remilgos. Sin remilgos y de golpe, mientras suspiraba profundamente.
Yo, al principio, quería moverme. A muchas mujeres les gusta sentirse pasiva aunque estén encima, pero a ella no. Ella no me dejaba. Quería que el movimiento siempre fuera suyo. Se acomodaba con toda mi verga en su interior, como si estuviese sentada en ella, y empezaba a moverse. Más que moverse a restregarse. No era tanto moverse para que mi pene entrase rítmicamente en su vagina como para restregar su clítoris contra mi pelvis. A ella le bastaba con sentirse llena. Y yo la llenaba totalmente. Lo que quería era frotarse.
Y con la frotación empezaba la locura. Una locura que comenzaba pellizcándome los pezones y que seguía con arañazos sobre mi pecho. Después subía sus manos a mi cuello. Como queriéndome ahogar. Y, a veces, casi lo conseguía. Pero a mí aquello, al principio, me ponía muchísimo. Tanto que algunas veces llegué al orgasmo en ese momento. Pero a ella, en esos casos, le daba igual y seguía restregándose y restregándose. Con la respiración acelerada. Entre gritos de placer. Hasta la demencia. Entonces, la mayoría de las veces, me insultaba y, más de una vez, me daba una bofetada en la cara. Al principio, aquello me hacía subir al cielo. Después, todo lo contario. En una ocasión, cuando yo ya había terminado, se la devolví y se puso a gritar como una posesa hasta alcanzar un orgasmo brutal y caer rendida sobre mí.
Al poco tiempo la dejé. Las sesiones apenas duraban nada. Dos minutos. Y a mí aquella violencia que mostraba cuando llegaba a su cenit no me acababa de convencer.
Pasados los años, me volví a encontrar con ella. Era una mujer espléndida a la que los años habían mejorado físicamente. Y, como era de esperar, después de tomar una copa y recordar las tremendas cabalgadas y reírnos de aquella ansiedad, volvimos a la cama. Yo quise pactar el encuentro para no repetir viejas locuras. No hizo falta. La vida le había enseñando que el sexo es mucho más que dos minutos. Que el bueno duraba dos horas y dos minutos.
Aunque lo que más le seguía gustando era restregarse sintiéndose llena. Pero sólo a partir de la hora y tres cuartos.