De cuando Kaley Cuoco declaró nulo el combate entre Octavio Paz y Francisco Toledo
Paz era un mono gramático, un langur hanumán de la India, y Toledo era un mono araña, un marimondas pero con pulgares gordos: cosas del artisteo negacionista de la condición animalesca, a fuer de figurativ
Discutían ambos en aquel Pet Shop hospiciano de Hollywood, y pues lo hacían disparándose insultos en su florido español de México, me los compré.
–Bueno, cabrones, ahora se dejan de chingar un rato, ¿OK? –les dije sacándolos de sus jaulas ya en aquel restaurante donde comeríamos.
Fue de verse.
Concomidos en cuanto se nos acercó la mesera, una magnífica criatura de mollete de nalgas. Amacizada y como de ingle elástica a la manera de las jugadoras de waterpolo, la cual pugnaba por ser actriz y que respondía al exótico nombre de Kaley Cuoco.
De nuevo la querella legendaria: Tomaron a la bella por Bona Tibertelli de Pisis, más conocida como Bona de Mandiargues, aquella feliz autora –además de pintora exquisita– de una novela, La Cafarde, que deberían leer –y acaso aprendieran algo digno– unas cuantas noveleras españolas de best sellers inconsútiles cual ano aquejado de enteritis por campylobacter, con la cual había amado el pintor Francisco Toledo, y de la que se enamoró igualmente el mono gramático Octavio Paz, que retó a duelo al otro, y que al cabo, tras recibir de Toledo dos puñetazos, abandonó París para inmersionar (la prensa mexicana dixit) en los caminos de Galta, cerca de Delhi, y es fama que para ser entabicado siquiera fuese intelectualmente, por el mono gramático de todos los monos gramáticos, Manuman, el simio discípulo de Sri Rama, a quien le secuestrara su novia, la linda Sita, el mal demonio Ravana. Un rollo. Como de Bollywood.
Fue de verse que los dos monicacos, ante la macicez coronada por el pompón de las nalgas duras y un par de senos como de melonar celestial, de la mesera Kaley Cuoco, dieron en creerla Bona de Mandiargues, y sin que yo pudiera evitarlo –no portaba mi Colt 45 aquel día–, tomaron ambos artisteros al asalto las caderas de la frutal moza, y ahí que en cada una se le ahorcajaron, sin dejar de insultarse.
Les tiré el agua de una jarra, pero hábilmente interrogado por mi psicoanalista días después, confesé hacerlo sólo para mojar mucho la blusa de la damita y marcarle más el melonar. Prometí devolverlos a la selva, hacerlos picadillo y echárselo a los caimanes, pero ni caso.
Todo, hasta que intervino ella:
–Desgraciados –dijo–, ustedes son más freaks que los mayores freaks dedicados a la Física, incluidos Sheldon Cooper y Stephen Hawking. Ustedes ni de palanganeros me sirven.
Aprovechó el anonadamiento de los monos, para sacudírselos de encima y patearlos hasta un rincón, donde los enjaulé de nuevo.
Kaley Cuoco, como temerosa de perdernos la cara, reculó para irse, aquella corola pezonal de sus senos animándome una gana de dulcedumbres.
Comí nocturno bombones hasta el ardor de la esofagitis. Un a modo de expiar, para que no se me diga que no soy un santo varón.