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Convivir, reflexionar, revolverse…

Es más importante buscar respuestas que buscar culpables. Si ese fuera el fundamento de nuestra moderna racionalidad mejor nos irían las cosas. Hay que tener cuidado con la intolerancia y con la irrespetuosa tendencia opresiva a la sumisión de los demás a nuestras ideas. Convivir significa aceptar diferir. Ser parte nos obliga a aceptar el todo en el que estamos tal y como este es, sin imposición ni uniformidad que lo modifique sin sentido.

Vivimos en un tiempo confuso porque la crisis, la globalización y este ridículo y falso fin del capitalismo nos ha hecho albergar esperanzas al mismo tiempo que padecíamos los mayores sufrimientos de incertidumbre, desazón y angustia ante el futuro. El caso es que nos han tomado el pelo, y, al final, no sólo todo sigue igual sino que además la culpa resultó ser nuestra y, por eso, seguramente, padecemos lo que nos toca.

No, no me gusta esto, ni cómo es ni para qué es. Creo que la vida no puede ser una carrera de obstáculos y que los demás no son necesariamente mis enemigos, ni tan siquiera deberían serlo como hipótesis. Pero así es. No estamos en la sabana, al menos nosotros, pero nos acechan los mismos peligros cada vez que salimos de casa.

No, no me gusta esta existencia que nos oculta la verdad de las cosas, el pensamiento transformador, la razón necesaria y la espiritualidad imprescindible para que cada uno le dé a la vida el sentido que le da la gana. Si pienso en la fe, me doy cuenta de que alivia y ayuda en el consuelo que todos buscamos para afrontar las desdichas de la vida y la esperanza de que algo de sentido a esto. Y eso es bueno. Pero también lo es revolverse, agitar y responder: como lo hizo monseñor Romero, o como Gaspar García Laviana lo hizo contra el somocismo, o Camilo Torres, o los curas obreros de  los arrabales madrileños, o los sacerdotes que aliviaron el dolor de los mineros asturianos en las huelgas de lo sesenta.

Eso me gusta. Y en eso creo.

Rafael García Rico

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