Última hora

Sin perdón

No se había apagado el silencio de los títulos de crédito, cuando el Atlético sintió el viento del Madrid en su cara. Una pelota perdida en zona de todos, y un ataque rápido y venenoso. La primera caricia ya provocó una herida. El centro del campo colosal del equipo de Simeone; una máquina inmune a la belleza y a la pérdida, fue desde el principio una barrera ortopédica, sin ninguna cualidad que le diera ventajas sobre la medular madridista. Sólo estaban allí, de pie. Puestos por el Ayuntamiento. Como si se les hubiera caído el hechizo que les permitía cercenar de forma dolorosa el juego rival, y armar el propio con una triangulación económica que acababa en la pelota mordida por Diego Costa y su consagración posterior en los resúmenes televisivos. Todo Kaputt. El Madrid dispuso de la vara de los reyes, y ejecutó su plan sin ninguna piedad, aplastando cualquier conato de rebelión de los jugadores rojiblancos, e inclinando el campo y el estado de ánimo hasta que el juego y el azar cayeron de su parte.

Sumados todos los minutos de silencio, parece mentira que siga habiendo tal algarabía en el mundo. El estadio estaba copero y tenso, con las orejas a medio levantar, sin acabar de fiarse de los colmillos del equipo, pero con ganas ya de gritar algo grande. Ramos se proyectaba hacia arriba en el silencio, como si fuera a salir un haz de luz y lo transportara con Aragonés, con todos los muertos del fútbol, al lugar de las leyendas. Esa es su energía; tosca, inflamable, que se proyecta a su alrededor. En un día como el de hoy, conviene no acercársele siquiera. Este Madrid es ahora un paisaje mental. Nos resulta fácil imaginarlo como un todo coherente que va cerrando las mandíbulas en torno a la posibilidad de la jugada del contrario, hasta dejarle apenas un túnel secreto por el que casi nunca aciertan a entrar. La frontalidad es una puerta sellada por la bestialidad asumida de los centrales. Xabi y Modric rebañan todo intento de rebote. Arbeloa asfixia su banda de la que nadie sale indemne. Cuando el rival comienza a tocar el balón, tan lejos de todo, Di María reduce los espacios hasta obligarles al pase al peor lugar posible, a un compañero tras el que está un señor con un hacha. Y ahí vuelve todo a empezar, con cierta indulgencia, pero con la certeza de que la pelota acabará en los pies de los que hacen daño.

El equipo de Mouriño nunca fue despiadado. Esa palabra que suena tan bien en la grada oscura del Bernabéu. El resplandor extraño de la camiseta del Madrid,  con esa pureza irritante, causa especial sofoco en las huestes atléticas. Gente orgullosa de su barrio, donde la belleza es una puesta del sol rojo mesetario hundiéndose bajo el talud de la M-30. Nunca entendieron el blanco. Contemplan al Real como si fuera un señorito a caballo, que escupe sobre las esquinas donde ellos se sientan a mascar la ausencia de un futuro. Detestan la supuesta clase del Madrid donde ellos ven dinero y violencia soterrada. Hablan de secretos pactos en los despachos. Tirarían abajo la estatua ecuestre de Cristiano, pero se quedan paralizados contemplando el resplandor que deja todo lo Real en los televisores. De ese odio tan uniforme, que se derrama desde el centro hasta el último rincón del Estado Español, se había alimentado el Madrid durante decenios. Hasta que hubo un corte en el relato. Los últimos años de Florentino, tan decadentes, se solaparon con los de Calderón, tan sumisos, y con las victorias de la selección española, tan castrantes. Es sabido que Mou, vistió a golpes el orgullo en el equipo, pero su fútbol fue duro, exuberante y de una locura esquizofrénica. Nunca despiadado. Los golpes eran exhibicionistas. Había fanfarria, gran guiñol, y toneladas de belleza futurista. Carlo, hoy, ha vuelto a una senda antigua. Se ha conectado con la pureza pervertida del Madrid de tantas veces. Una luz que se extiende por el campo, y una sombra que golpea las costillas del enemigo con suavidad, sin aspavientos, sacando placer del sufrimiento ajeno. Convirtiendo al atlético en un animal manso que acepta el sacrificio protestando lo justo. Para cubrir el expediente.

Pepe ha dejado de ser un jugador de fútbol para convertirse en un arquetipo. Después de los primeros minutos del Madrid, de un mando sosegado, tranquilizando a Diego Costa con pequeñas puñaladas de amor, llegó una discreta oleada del atlético que adelantó sus posiciones. Apenas hubo un cabezazo de Arda Turán pero se enfrió el estadio. Por ahí anduvo Di María, en su caracoleo eterno, dibujando sus eses por el campo ahora en horizontal, indetectable para cualquier centrocampistas rival con la cabeza bien amueblada. Estaba Di María atrayendo contrarios e irrumpió Pepe en los salones de la clase media como el iluminado que es. Hubo un segundo de estupor, y el central pudo armar la pierna y se desbastó en el disparo. Eso era peligroso y además rebotó en un jugador del atlético.

Fue gol. Un gol bobo, pero no tanto, porque estaba Pepe detrás, y eso forma parte de su estrategia para dominar los partidos. El caos en ataque. El orden en defensa.

A partir de entonces, el Atlético estuvo tan lejos del gol, como el español medio del sexo en una semana cualquiera. Tuvieron unos minutos los chicos de Simeone, en los que se creyeron su propia leyenda, y tomaron posiciones en campo madridista. No hubo nada. Jugadas pálidas, sin toques de clase ni malicia, deglutidas por el aparato digestivo del Real sin darle mayor importancia. Tosió un poco el Madrid y los goznes del rival volvieron a crujir. En lo que restó de segunda parte, el juego madridista fue fácil, con un centro del campo más sutil que abrasivo introduciéndose hasta muy dentro de la zona atlética. Xabi, de nuevo en su sitio, planeó mucho más arriba que cualquier centrocampista rival. Era el vórtice por el que terminaban las jugadas ajenas y comenzaban las propias. Como debe ser; así, de toda la vida: Alonso. Todo eso se pensaba en el Bar, porque cuando Alonso está en su punto, cuesta imaginarse otro tipo de mediocentro que no sea él. Traduce la confusión en líneas de pase. Modric aleteaba y ya estaba el balón en zona de tres cuartos, por donde andaba Arbeloa, hoy en posiciones muy altas, como si fuera un interior.

Cristiano anda sin el filo justo, pero para herir le es suficiente con arrastrar marcas. Es fácil si uno lo piensa. Ronaldo se lleva a dos por la izquierda a nada que mueva una ceja. Benzemá hunde la defensa por el centro, y entonces, Di María tiene todo el tiempo del mundo y un espacio de una emina para juguetear con la defensa rival. El factor desordenante, fue Jesé, al que el traje de joven promesa le queda pequeño y está llamando a las puertas del gran fútbol. No concibe un sólo movimiento en falso, ni gratuito. Cada paso que da le acerca más al gol. Irse del rival, tarea tan penosa para otros delanteros como Karim, le es sencillo; como si fluyera una cadencia por su cuerpo que le conectara con suavidad al balón. En el área, demasiado rápido para el ojo humano, hay que intuir lo que hace por el resultado de sus acciones. Y tiene además el don de los minutos. En el 57, cuando la posibilidad de empate parecía real, más por desidia del Madrid que no acababa de cazar la pieza, surgió el canario de entre la selva que habían armado los defensas rivales en el área pequeña. Se vio venir el desmarque y a Di María no le quedó mas remedio que pasársela. Soltó la pelota con un latigazo eléctrico que atravesó las piernas de un jugador atlético hasta llegar a donde ya estaba Jesé, que no quiso romper la línea recta y continuó la inercia de la bola sólo rozándola con malicia. El balón pasó bajo el cuerpo de Courtois, con cara de asombro todo el partido, que cayó torpe, como abatido y sin gracia tras la puñalada del canario.

A partir de ahí, el Madrid fue un equipo grande en el ejercicio de sus funciones. Barrió los escombros del Atleti bajo la alfombra. Jugó desde una atalaya, sin entrar en las escaramuzas como había hecho en la primera parte.  Incluso le puso la muleta a Diego Costa, que cayó en la trampa y se fue del césped con una tarjeta amarilla que le apartará de la vuelta. En esa jugada, Pepe se rió abiertamente de Costa, demostrando un sano afán de venganza, tan lejos de la hipocresía de otras tierras.

Entró Morata por un deslucido Benzemá, y corrió tanto como suele, y falló la ocasión con que le obsequia Cristiano, como casi siempre. Antes, hubo un gol de Di María, fruto de una recuperación alta y un disparo lejano del argentino. Otro rebote en una espalda colchonera -peligros de llenar tanto el área- y un Courtois desesperado sacando el balón de dentro de las mallas como si le hiciera una ofrenda a un Dios Mayor. En el final del partido los madridistas tocaron detrás de la espalda de cada jugador atlético, que se volvía segundos después de que pasara la jugada, y fueron sellando minuciosamente cualquier hueco por el que se pudiera escurrir el rival. Así acabó todo; en un valle lleno de cadáveres sobre el que los madridistas amagaban un rondo. Futbolistas, los atléticos, con la gracia justa, reducidos a su esencia por el equipo de Anchelotti. Un Madrid grande. Como si fuera un estado que no deja lugar a la duda ni a la insurrección. Había un pequeño miedo, que era el derby, y ya no existe. El Atlético ha sido arrasado y su población silenciada. Bale e Isco se deben sumar al festín. Todavía falta mucho camino hasta el corazón de Europa.

Ficha técnica

Real Madrid: Casillas; Arbeloa, Pepe, Ramos, Coentrão; Xabi Alonso, Modric, Di María (Illarramendi, m. 82); Jesé (Isco, m. 84), Cristiano Ronaldo y Benzema (Morata, m. 73).

Atlético: Courtois; Juanfran, Miranda, Godín, Insúa; Gabi, Koke; Raúl García (Sosa, m. 70), Diego (Cebolla Rodríguez, m. 46), Arda Turán (Adrián, m. 61); y Diego Costa.

Goles: 1-0. M.18. Pepe. 2-0. M.58. Jesé. 3-0. M. 74. Di María.

Árbitro: Clos Gómez. Mostró amarilla a Pepe, Diego Ribas, Diego Costa, Juanfran, Miranda y Simeone.

74.278 espectadores en el Bernabéu. Se guardó un minuto de silencio por Luis Aragonés.

Ángel del Riego