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Sexo frío

Aquella tarde de verano hacía un calor tremendo y nos acabábamos de despertar de la siesta empapados de sudor. Pero como a ella le daba igual, comenzó un nuevo juego de tonteo erótico. Habíamos tenido sexo después de comer y yo no tenía muchas ganas de nada pero ella era insaciable.

Entre que yo andaba vacío y que el calor hacía me había bajado la tensión, mi capacidad para la erección estaba limitada. Pero como ella seguía y seguía jugando, me levanté y me fui a ponerme un güisqui con mucho hielo para refrescarme y para ver si recuperaba la tensión que el orgasmo de dos horas antes y el calor habían reducido a la mínima expresión.

Cuando volví, ella se estaba haciendo la dormida. Le gustaba hacerse la dormida y que yo la calentase lentamente con mis dedos. Recorriendo cada pliegue de su cuerpo. Cada fuente. Subiendo y bajando. Arañándola suavemente, entre suspiros de placer mientras que yo seguía tomándome mi güisqui reparador.

En un momento dado, una gota de agua helada condesada en la parte inferior del vaso cayó sobre uno de sus pechos. Accidentalmente. Pero fue suficiente como para que ella hiciese un gesto de placer y yo me diese cuenta de que acababa de encontrar un nuevo matiz a la diversión.

Cogí un hielo del vaso y se lo puse  suavemente, en torno a la aureola de uno de los pezones que ya tenía erectos. Fue como un relámpago. Una descarga eléctrica sobre su cuerpo. Creo que sintió un placer infinito. Y yo confirmé que acababa de iniciar algo fantástico para ella.

Después de recorrer su pecho con el cubito de hielo que se derretía muy deprisa a causa del calor que desprendía aquella mujer, bajé hacia su ombligo. Se volvió a estremecer con un escalofrío de placer. Pero a mí, maldita sea, se me había acabado el hielo porque el que quedaba en el vaso también se había derretido.

Volví a la cocina y esta vez llevé conmigo una cubitera llena.

Ella seguía haciéndose dormida. Esperando. Con esa ansiedad que produce el saber que iba a volver sobre ella pero sin saber cómo ni por dónde. Cogí otro cubito de hielo. Pero esta vez me lo puse en la boca y me acerqué con él a otro pezón. Sonrió de gusto y movió su mano hacia donde pensaba que yo tenía mi pene que, entre el güisqui y sus muestras de placer, empezaba a resucitar. Pero no la dejé cogerlo. Quería saber hasta dónde podíamos llegar con aquel juego. Ella, al verse rechazada abrió las piernas, mostrándome su sexo. Queriéndome decir que estaba lista para que la penetrara. Pero no quise hacerlo.
Volví a ponerme otro hielo en los labios y los enfríe hasta que casi nos los sentía. Igual hice con mi lengua. Y aprovechando que tenía las piernas abiertas, acerqué mi frialdad a su calentura. No esperaba sentir algo así en su vagina y sentí su estremecimiento de placer por el profundo suspiro que dio. Un suspiro que me hizo lamerla con fruición. Ensalivándola. Pero aún me quedaban cosas por hacer en aquel juego de sexo frío.        

Le di la vuelta sobre la cama y la coloqué boca abajo. Sentí que temblaba. Otra vez volvía a desconocer por donde empezaría mi nueva ruta polar.

Volví a coger un hielo y esta vez empecé por la nuca. Para ir bajando con él por la columna vertebral hasta que se deshacía. Y después otro y otro hasta la rabadilla. Y de nuevo, la misma operación. Puse un hielo entre mis labios y aguanté hasta que apenas los sentía. Como tampoco sentía la lengua. Entonces, separé sus nalgas y ataqué su ano con la frialdad de mis labios y mi lengua. Fue portentoso. Dio un grito de placer total.

Como me estaba volviendo loco de ver el placer que le estaba proporcionando, se me ocurrió otra maldad. Cogí de la mesilla un vibrador que nos había servido antes de la siesta y lo introduje en la cubitera. Y mientras que se enfriaba, seguí resbalando hielo por los muslos. Y por las pantorrillas. Entreteniéndola. Se me acababa de ocurrir una idea digna del Marqués de Sade.

Cuando el vibrador estuvo frío, lo saqué de la cubitera, le separé más las piernas y lo acerqué a su vagina. En cuanto lo sintió cerca, abrió aún más las piernas, mostrándomelo en su plenitud. Pero yo no quise penetrarla enseguida. Preferí jugar con los pelos de su alrededor. Ella estaba mojadísima. Sus pelos estaban ensortijados y resbalosos. Y de ponto, lo empujé dentro. Sintió tanto placer con aquel frío en su interior que dio un salto y se puso de rodillas, a cuatro patas, mientras me gritaba que siguiera. Más y más.

Unos segundos después explotó. Y creo que esta vez se quedó dormida de verdad, aunque era difícil hacerlo porque las sábanas parecían recién sacadas de la lavadora.

Yo ya había recuperado mi poder pero era preferible no intentar nada porque entonces no resistiría el siguiente asalto. Un asalto que estaba seguro que se produciría en cuanto se despertase.

Memorias de un libertino

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