Esperanza de vida
Antiguamente la esperanza de vida era un dato extraordinario para calibrar el bienestar de un pueblo. Ahora ya no es así, se ha convertido en toda una amenaza para los contables de las finanzas mundiales. Cuantos más años vivimos, achacosos e improductivos, más peligrosos parecemos a los administradores de las cuentas públicas.
La presidenta del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, tan francesa y tan conservadora ella, es uno de los dirigentes más preocupados por este fenómeno. No pasa un solo día sin recordarnos lo que le cuesta al Estado las pensiones y las prestaciones sociales invertidas en las clases pasivas. A renglón seguido añade que trabajemos más años y nos jubilemos más tarde. Todavía no ha proclamado que deberíamos ser consecuentes con la patria y morirnos a una edad prudente, aunque cualquier día de estos lo hace.
Terminarán por desaconsejar todo lo que era bueno para llegar sanos y activos a la denominada tercera edad. Abandonaremos la dieta mediterránea, pasaremos de las aplicaciones médicas o farmacéuticas reactivadoras de organismos desgastados, nada de implantes ni prótesis, menos ejercicio físico y más sedentarismo, olvidemos los viajes organizados a las playas y reposemos en el sofá de toda la vida. Quedémonos en casita, a buen recaudo de accidentes y sobresaltos, no vaya a ser que les obliguemos a hospitalizarnos, y en el peor de los casos, a operarnos en los quirófanos estatales, con lo carísimo que sale todo esto.
Recomendarán a los mayores que recuperen las tradiciones de antaño: menos actividad social y más vida familiar. Podrían ocuparse así de los nietos y de los familiares en paro. “Ya lo hacemos”. Encima de gastarse tanto dinero público, nos sales respondones: “Que lo hagan a tiempo completo”. De esta forma dejarían de matricularse en la universidad y no habría que mantener abiertos los centros de día, las piscinas cubiertas y climatizadas, las bibliotecas públicas y los dichosos puntos de encuentro. Imagínense ustedes lo que nos ahorraríamos en monitores, fisioterapeutas y profesores de apoyo, bonos de transporte, tarjetas doradas y descuentos en cines y teatros. “Un paseíto por el parque y a casita”.
Podría puntualizarse a la señora Lagarde que nuestros viejos trabajaron lo que no está en los escritos, levantaron este país nuestro del humilladero de la historia, se impusieron a varias crisis cíclicas del capital y parieron muchos hijos robustos, dispuestos a trabajar por ellos. Se han ganado, de sobra, lo que ahora tienen y una existencia tranquila por los años que les queden.
Mi bisabuela Marcela vivió más de noventa años y murió de artrosis, encogidita y más doblada que una escarpia. Apenas gastaba. Permanecía sentada en un rincón del cuartito de estar, enlutada de los pies a la cabeza, con un pañueluco cubriéndole el cabello y anudado al cuello, sorda cerrada, tan discreta como sufrida. Comía menos que el canario enjaulado de mis abuelos y se entretenía contemplando el pequeño universo contenido entre las cuatro paredes de aquel refugio postrero. Hablaba lo imprescindible, pero todavía se adivinaba en ella el carácter rudo y seco de los castellanos. Hasta que sus manos se agarrotaron como un tornillo oxidado, la mujer bordaba primorosamente apoyándose en una vista envidiable. El único medicamento que consumía era una aspirina disuelta en vino caliente migado de pan, dos veces al día. Mi abuela se ocupó de ella hasta la mismísima mañana que amaneció muerta. Así era la cotidianidad de muchos viejos, otros terminaban en un asilo.
Yo prefiero, sinceramente, a nuestros viejos rejuvenecidos y animosos, aunque terminen por gastarse el último euro que aportaron previamente en tanto años de activismo laboral. Cuando llegue el momento me convertiré en una rémora para el Estado, en un enfermo crónico, en un elemento desequilibrante de la pirámide poblacional y en un manirroto de los caudales públicos. Por mucho que le pese a Dominique Lagarde, la coyuntura me prejubilará y pienso vivir todos los años que pueda. Ya pueden tener ustedes mucho cuidado, señores políticos, si a mí me falta de algo.
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Fernando González