viernes, marzo 29, 2024
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La masificación de los viajes

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Aunque uno no haya todavía alcanzado una edad inapelablemente venerable, recuerda con apesadumbrada nostalgia aquellos viajes en los que llegar al aeropuerto no era una tortura, las colas interminables no se conocían y, sobre todo, los viajeros mantenían una apariencia no ya decorosa sino hasta elegante.

Eran los tiempos del lento aunque constante Lusitania-Express, que a uno le llevaba estupendamente a Lisboa, sin prisas innecesarias y con el tiempo suficiente para disfrutar de una cena agradable, incluso sabrosa, en la que el servicio pausado de los viejos camareros de chaquetilla blanca con galones de oro, no desentonaba frente a la escasa velocidad que la locomotora diesel alcanzaba a duras penas, a tono también con unas señoras elegantes y algo ajadas que, antes de abandonar el coche-cama, habían tenido buen cuidado de comprobar que el maquillaje seguía impecable.

También era la época en la que, aunque nuestros lectores más jóvenes no lo crean, viajar en avión era una experiencia agradable. Eran pocos los viajeros aéreos, igual que también eran escasos los destinos a los que podía viajarse sin varias escalas. La seguridad de los aeropuertos era más bien escasa y los controles de pasaportes no implicaban transformar al sufrido viajero, como ocurre ahora, en sospechoso de haber cometido todo tipo de atroces crímenes que justifican esa humillación generalizada que es despojarle de zapatos, cinturones y neceseres de baño.

En aquellos tiempos, las salas de espera de los aeropuertos eran lugares agradables en los que uno podía esperar con toda calma la salida de su avión. Era impensable que los viajeros, muchos ataviados de cualquier manera, con chanclas y casi en paños menores, se tumbaran en cualquier rincón a descabezar un sueñecito, o que improvisaran un pic-nic en medio de un pasillo.

También los barcos eran otra cosa. Más de uno, en lugar de tomar un vuelo, prefería cruzar el océano durante un par de semanas, en un confortable transatlántico señorial donde las reglas de etiqueta formaban parte esencial de la convivencia a bordo. Nada que ver con lo que hoy en día son los cruceros turísticos, plaga imparable que, con sus miles de viajeros que desembarcan al mismo tiempo, amenaza la convivencia de ciudades costeras, desde Barcelona a Venecia o Lisboa, víctimas de la codicia imparable de unos y otros que terminará por conseguir que nadie en su sano juicio quiera visitar esas ciudades otrora maravillosas.

Ignacio Vázquez Moliní

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