sábado, mayo 4, 2024
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Refugiados, ¿caridad o justicia?

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Los refugiados y el euro son los dos problemas urgentes hoy en la Unión Europea. Incluso en el debate sobre el Brexit (salida del Reino Unido), los migrantes es uno de los temas clave.

¿Cómo abordamos ésto, con caridad o con justicia? La izquierda, naturalmente, aboga por las puertas abiertas y por ampliar beneficios sociales, lo contrario de la derecha. Pero al final llegan al mismo resultado: ni unos ni otros abordan cómo se puede canalizar ese flujo y cómo se pueden y deben integrar los inmigrantes (que tienen derechos y obligaciones, como todos).

Por ahora, nuestra política pública ha consistido en aceptar los hechos consumados, si han llegado, dejarlos en la calle, de mendigos, vendiendo kleenex, o a merced de los desaprensivos, tratantes de mujeres, etcétera. Y a las filas de comida. Beneficiencia y caridad, fundamentalmente, aunque la izquierda a eso le llame, retóricamente, solidaridad.

Hay que cambiar de tercio. Necesitamos plantearnos la necesidad, la obligación civil y jurídica de enseñarles el idioma – muchos subsaharianos llevan años en España y ni saben leer ni escribir en español, compruébenlo en la puerta del super-, de formarlos, de prepararlos para trabajar, de meter a los menores en las escuelas. No, que entren y luego que se las apañen como puedan o tengan que recurrir a la caridad.

Parece como si hubiésemos delegado todo este asunto en Cáritas y en la policía, para lo positivo y para lo negativo.

Si no somos capaces de facilitar el futuro de los jóvenes nacidos en el país, ¿cómo vamos a hacer eso con africanos, sirios y demás refugiados e inmigrantes ilegales?

Nuestra idiosincrasia católica –compartida culturalemnte en el fondo por todos- ha preferido siempre la caridad a la justicia. La caridad nos conforta, nos hace sentirnos buenos, lavar nuestra conciencia, mientras que la justicia nos obliga a organizar, trabajar y hacer trabajar, ser estrictos y exigentes. Parece como si nuestra política de integración consistiese en fabricar “sin techo” y ordenar colas de comida.

Así, tenemos músicos ambulantes que dan la murga por la esquinas (que pertenecen a la Unión Europea, pero cuya embajada se desentiende) y tenemos pedigüeños. Todo menos amenazar a nuestros empleados y obrerosde larga duración, protegidos de toda concurrencia “desleal” e “intrusismo”. Muchos de los que piden, porque no les dejamos hacer otra cosa, tienen incluso más formación y voluntad de trabajo que muchos nacionales.

Un inmigrante o refugiado formado se convierte a su vez en formador e integrador de los recién llegados y se siente persona, ciudadano.

Los ayuntamientos, además de montar espectáculos caritativos de cenas colectivas, podrían organizar clases de español, cursos de formación, alquilar hoteles en desuso para alojarlos, buscarles un futuro. En definitiva, tratarlos como personas, sin que tengan que humillarse para vivir.

Pero, claro, si no somos capaces de facilitar el futuro de los jóvenes nacidos en el país (paro de casi el 50%, precariedad, subcontratos y toda clase de becas que encubren pura y simple explotación), ¿cómo vamos a hacer eso con africanos, sirios y demás refugiados e inmigrantes ilegales?.

Esto no se arregla con vallas, rejas y parroquias. Las Administraciones públicas tienen que actuar con justicia más que con caridad  -que es, como la religión, algo personal, privado, interno-.                                               

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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