viernes, mayo 3, 2024
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Marines por horas

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Mi amigo Luis me hace una llamada telefónica para invitarme a un juego llamado airsoft. “Es muy divertido” comenta “y además haces un ejercicio que te cagas” termina apostillando. Yo digo que parece algo de “frikis”, que en España esas aficiones no están bien vistas, pero al final me dejo convencer movido por la curiosidad.

Llegado el día de la quedada, me dirijo en mi scooter a un lugar cercano a Villaviciosa de Odón. Entro por una verja y allí está esperándome Luis y una veintena de chavales y no tan jóvenes que se preparan dentro de una tienda de campaña gigante. Sobre mesas están desplegadas las armas: réplicas exactas de fusiles de asalto, ametralladoras etc, que disparan unas bolas de 6mm accionadas por baterías recargables. Luis -un tipo grande que trabaja vendiendo seguros-, se me acerca y dice:

-Bienvenido a Valleingrado, pepe.

El nombre es evocador. No puedo evitar acordarme de la epica batalla de Stalingrado, que marcó el principio del fin de la Werhmacht germana, donde el sexto ejército al mando de Von Paulus se rindió en masa tras la genial jugada en pinza del mariscal Aleksandr Vasilevski, la “operacion Urano”, que Gueorgui Zhukov se atribuyó. Fue la primera vez que un Mariscal alemán se rendía (lo normal era que se suicidase), pero Von Paulus no solo no se descerrajó un tiro en la sien, sino que se pasó al bando enemigo.

Con estos antecedentes y puesto que uno lleva la milicia en la sangre tras servir unos años en Infantería de Marina, pronto me veo vestido como un marine norteamericano con ropa que me presta Luis. Reconozco que los yanquis son chulos a la hora de vestirse de uniforme. El postureo es muy importante así que me hago mil fotos con mis próximos compañeros de armas. Hay entre ellos gente de todo tipo y condición: desde maderos que así promocionan su condición física, hasta empresarios de cincuenta años que necesitan olvidarse del IBI, el resultado de ventas o la Seguridad Social. Me dejan un fusil de asalto colt M-4 que dispara las bolitas a toda ostia y a un montón de metros de distancia. Influido en mi infancia por la propaganda soviética, solicito si puede ser un AK-47 mejor, pero la contestación es seca: “los AK son de paletos, lo que está de moda es lo americano, chaval”. Yo, que de natural soy pacifico, noto como empieza la sangre a hervirme en el interior. Comienzo a henchirme de ardor guerrero. Los demás se ríen. Ellos lo toman como un deporte: ni más, ni menos.

Por fin, tras las explicaciones del monitor de seguridad, ponerme las gafas de protección y toda la parafernalia, mi equipo se dirige a su zona del campo. Avanzamos por un sendero flanqueado por árboles. Se respira aire puro, hay contacto con la naturaleza. Algo que todos necesitamos. La misión consiste en rescatar un piloto (un maniquí) que ha caído en tierra de nadie -en el centro del campo hay un avión autentico completamente desvencijado-, antes de que el otro equipo lo capture. Tenemos tres horas.

Hago caso al líder del equipo y me quedo a cola de columna custodiando la retaguardia. Hace calor. El corazón parece que me va a explotar ¡Joder es emocionante! Andamos con el culo agachado un kilómetro y de repente comienza el baile ¡Nos disparan! Las bolitas pasan alrededor nuestro a una velocidad endiablada. Escucho una palabra: ¡muerto!  Es la señal de que alguien ha sido alcanzado. El “cadáver” se dirige con la mano alzada hacia nuestro campamento donde se supone que será curado y volverá al combate. Tienes vidas como en los videojuegos, pero entre ir y venir te lo curras y además dejas a tu equipo con uno menos.

Allí estoy, con cincuenta y cuatro años, cuerpo a tierra; disfrutando como un chiquillo. Disparando a unos tipos que apenas entreveo -eso es la mejor de la guerra moderna, que no le ves los ojos a quien disparas-, sin saber si le atizas o no. Se escucha un ¡muerto! Otro. Otro más. Nos están diezmando. La boca se me seca. Estoy cansado por la caminata, la tensión. Recuerdo los relatos de Perez-Reverte y pienso que la guerra de verdad, la que se ve en Youtube, debe ser la ostia de chunga. Decido moverme a otra posición más cubierta, detrás de un árbol, cuando noto un pinchazo en una mano. Me han dado ¡joder! Grito lo de muerto y me dirijo al campamento como el tren de San Fernando: un ratito a pie y otro caminando. Me matan tres veces y otras tantas vuelvo al combate. Por fin, suena un silbato y el escenario concluye.

No hemos conseguido salvar al maniquí-piloto, que ahora es exhibido por el enemigo como un trofeo de guerra. Me jode, pero ha sido un enfrentamiento limpio y deportivo.

Apenas puedo moverme de la paliza que llevo encima. Luis y  los otros sacan unas cervezas frías y bocatas de tortilla. Bebemos y comemos con ansia no disimulada comentando la jornada. Efectivamente no son “frikis” jugando a las batallitas. Son padres de familia, esposos adorables o tipos como yo que pasan el día frente un ordenador. Pero practicando este deporte vuelven a resucitar el atávico deseo de luchar, de sentir miedo, de ser como los héroes de las películas. Se trabaja en equipo, no se descansa mientras tu equipo juega, te sientes formando parte de algo más grande que tú. Y todo sin hacer daño a nadie. Compitiendo sanamente.

Resulta fantástico contemplar como los hombres necesitamos emocionarnos y sentirnos vivos, aunque para eso tengamos que jugar a la guerra algún que otro fin de semana.

El siguiente domingo, me acerco a una tienda en la Ribera de Curtidores, en pleno rastro de Madrid. Allí me atiende Pedro, el encargado.

-¿Qué desea?-pregunta.

Y yo, sin vacilar un momento contesto:

-Un M-4, un traje de los marines y alguna artilugio más que ya veré.

Pedro me mira y sonríe con una mueca. Se da cuenta de que el veneno del airsoft corre ya por mis venas y no puedo hacer nada por impedirlo.

 

José Romero

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