viernes, marzo 29, 2024
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Lo que la gente lee

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Antes, cuando uno leía sujetaba entre sus manos un libro, una revista, un periódico o un simple folleto. Si uno además era algo retorcido, lo que hojeaba con avidez eran encendidos libelos impresos algo clandestinamente en pasquines de fortuna.

Es evidente que hoy las cosas, aunque tal vez no los contenidos, han cambiado. Uno ahora lee en cualquier aparato. Igual se disfruta de una excelente novela que de los sonetos de Shakespeare. También de un folletín melodramático y de un tebeo insulso. Sirven estos nuevos soportes además para ponerse al día en todo lo que se refiere a la general maledicencia dirigida hacia cualquier incauto, recurriendo a algo que podría denominarse libelo retro-futurista,

Son muchos los nuevos soportes que permiten la lectura. Cuando se viaja en metro o se aguarda el turno en una sala de espera, basta con levantar los ojos para comprobar que la mayoría de la gente no lleva libros sino que concentra la mirada en multitud de aparatos electrónicos, la mayoría en las pantallas de los teléfonos móviles. Tanto es así que hasta los que ocupan, aunque sea interinamente, las más altas funciones representativas del Estado pasan el rato absortos, con la mirada perdida en una pantalla portátil, aunque eso sí, aparentando una tensión ininterrumpida en la que se concentra la importancia de la tarea que efectúan.

Si a uno le gusta observar a la gente cuando está concentrada en tales menesteres, puede aventurar toda clase de hipótesis. Se pregunta entonces qué es lo que estará leyendo esa persona que tiene enfrente. Pasan una tras otra las estaciones del metro o tal vez se suceden los turnos en la atiborrada sala de espera. El caso es que no levanta la mirada un solo instante. De la misma manera, puede ser que lo que se sucedan sea las intervenciones de los diputados al Congreso, en un debate tal vez tedioso pero no por ello menos importante para tomar el pulso a la situación política, – nada fácil-, en la que nos encontramos.

Aprovecha uno al llegar a su estación, mientras espera a que se abran las puertas del vagón, para lanzar una mirada furtiva a la pantalla que concentra la mirada del otro viajero. Descubre entonces que está leyendo lo que parece una magnífica novela. De la misma manera, al salir de la consulta, cruza de nuevo la sala de espera. Mientras se pone despacio el abrigo reconoce que son unos versos ingleses los que ocupan el tiempo de ese otro paciente. Al ver el informativo de la noche comprueba, gracias a una cámara indiscreta, que lo que distrae las pesadas horas de la Presidencia del Congreso no es un buen relato, ni un hermoso soneto, ni siquiera un folletín o el tan hispánico libelo, sino –ay dolor- un juego que de tan pueril sonrojaría al más tierno de nuestros párvulos.

Ignacio Vázquez Moliní

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