jueves, marzo 28, 2024
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El morbo de la oscuridad

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La habitación estaba en penumbra. Sólo una luz indirecta en una esquina iluminaba el techo. No obstante a ella se adivinaba bellísima. No le veía la cara pero su pelo suelto y alborotado dejaba que los rayos de luz lo atravesaran y eso me producía muchísimo morbo.

Se me acercó y, muy suavemente, me obligó a sentarme en la cama y a tumbarme después. No decía ni una sola palabra. Sólo su perfume, creo que Ángel de Thierry Mugler, hablaba por ella.

No me había desabrochado aún ni un solo botón de la camisa cuando sacó un pañuelo de seda y, con suma delicadeza, lo puso sobre mis ojos y lo anudó en mi nuca. En ese momento fue la única vez que oí algo de su boca. La pegó a mi oído y me invitó a callar. Chissss.

A partir de ese momento, todo sucedió tan deprisa que no puedo casi recordarlo. Sé que me desnudó. Me tocó. Me arañó. Me lamió. Me hurgó con su lengua en todas las pliegues de mi cuerpo. En todas las hendiduras. En todas mis fuentes del deseo. Una locura. Pero no estoy seguro de casi nada más. Ni siquiera recuerdo haber tocado su sexo. ¿Lo hice? No, no lo recuerdo. Maldita sea, no lo recuerdo. Creo que lo intenté pero siempre me lo impidió con una gran delicadeza. Sólo recuerdo que volé sin haberla penetrado y que mi vuelo fue tan intenso que me dejó adormilado. Cuando me recuperé aquella mujer había desaparecido.

Desde aquel momento, hay días que me pregunto por qué aquella mujer no me dejó tocar su sexo y penetrarla. Yo había pagado para ello.
Y, desde entonces, me asalta una duda entre tremenda y morbosa… No quiero y no puedo, al mismo tiempo, dejar de pensar si aquella sartén tenía mango… 

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