jueves, abril 25, 2024
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ETA: Rendición incondicional

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Tal y como están las cosas, ya nadie puede dudar de que el gobierno está embarcado en un nuevo Proceso (así, por antonomasia) cuyo objetivo es intentar vender el único éxito posible a estas alturas, que no es otro que el final del terrorismo etarra. Los signos que evidencian la anterior afirmación son múltiples y se producen en distintos órdenes, desde curiosas decisiones de política penitenciaria hasta precipitadas declaraciones de destacados líderes socialistas sobre las intenciones de lo que vuelve a ser la izquierda abertzale (recordemos la sutil distinción de Garzón).

A ello se añade una remodelación del gobierno en la que el líder dispuesto a conseguir las cosas “como sea” ha otorgado poderes casi de valido o de privado al ministro que siempre se ha mostrado dispuesto “para lo que sea”. Cierto es que en esta ocasión se ha variado la metodología para evitar el desgaste electoral del gobierno así como con el fin de tratar de mantener la discreción, y se ha optado por una negociación por poderes, a través de las más variopintas especies de mediadores internacionales de conflictos. Este enfoque de procedimiento habrá producido ya un gran regocijo en los pistoleros y sus coristas, puesto que responde a uno de sus anhelos recurrentes. Correlativamente, la intervención de estos profesionales del apaciguamiento provoca una enorme desconfianza entre las víctimas del terrorismo, que son conscientes de que el concepto fundamental que guía la actuación de esta clase de intermediarios (además de la retribución que algunos perciben) es la de situarse en un escrupuloso punto intermedio entre “las partes en conflicto”.

Una de las consecuencias de dicho ángulo de observación es que debe darse consuelo y reparación a las víctimas “de ambos bandos” pero a poder ser dejándolas en un segundo plano, puesto que su dolor, subjetivamente comprensible, no ayuda a construir el camino de la reconciliación entre “los combatientes”. Pero la realidad del terrorismo etarra en España, y en particular en el País Vasco, es bien distinta. No hay dos bandos, sino simplemente unos asesinos que matan, con el apoyo de una minoría y una parte de la población que muere, es secuestrada, extorsionada o amenazada, mientras otra gran parte mira para otro lado. En estas circunstancias el único final del terrorismo que las víctimas, con razón, reclaman, es el de la rendición incondicional. No faltarán quienes digan que tal exigencia puede contribuir a la prolongación de la violencia, a la que se verían abocados los terroristas desesperados y sin una salida. Pues bien esas reservas a la exigencia de una rendición de los terroristas son producto, en el mejor de los casos, de un clamoroso error de cálculo, si no de una aviesa intención.

Similares reservas fueron formuladas cuando, en el seno de la conferencia de Casablanca de enero de 1943 entre Churchill y Roosvelt, el presidente norteamericano planteó la rendición incondicional de las potencias del eje como único objetivo estratégico de las Naciones Unidas (o los Aliados). Y a tales reservas respondió con claridad y firmeza en su discurso ante el Parlamento el 22 de febrero de 1944 el propio Winston Churchill afirmando: <>.

Y ese es exactamente el sentido de la rendición incondicional que se debe imponer a los criminales de ETA y a quienes los apoyan. Una nación de ciudadanos libres organizada en un Estado Democrático de Derecho no puede alcanzar ningún compromiso, ni siquiera logístico, con los terroristas. No buscamos humillación ni venganza, pero no podemos admitir condiciones de los asesinos, ni conceder más garantías que las que al común de los ciudadanos reconoce la Constitución y la legalidad ordinaria.

Hace muchos años el dirigente nacionalista Javier Arzallus expresó su convicción de que ETA cesaría su actividad criminal en cuanto consiguiese sentarse a una mesa con el gobierno de la nación y pactar algo, lo que sea. Y esa convicción no estaba apartada de la realidad, porque llegado el momento en que ETA se ha visto derrotada por la firmeza del Estado, precisa imperiosamente de un acuerdo; un armisticio: algo que justifique los crímenes de tantos años y que confiera a los asesinos el marchamo de dignidad del que sin duda carecen. Y por ahí no podemos pasar. No queremos capitulaciones pactadas donde los asesinos monten negocios en la puerta de las viudas de sus víctimas, ni donde agredan a los hijos de éstas impunemente en las calles cuando simplemente les recuerden su condición criminal. No queremos su destrucción, ni su humillación, pero tampoco podemos pasar por la ignominia de la paz sin vencedores ni vencidos. Porque nos merecemos y nos debemos a nosotros mismos mucho más respeto. Porque la paz sólo se puede construir sobre la libertad y la dignidad. Porque el mensaje para las generaciones venideras no puede ser que claudicamos ante el terror para que se nos concediese la indulgencia de vivir bajo tutela, en un falso entorno de libertad.

En consecuencia, una vez que se produzca el fin de ETA (cosa que todavía no ha ocurrido), los ciudadanos libres de España no podemos estar sujetos a ningún acuerdo con los asesinos y no podemos por tanto tener con ellos ninguna obligación más allá de las derivadas de nuestro propio ordenamiento constitucional. En suma, no podemos sino exigir con toda contundencia una sola cosa: la rendición incondicional de ETA, que debe constituir el único objetivo estratégico de la política antiterrorista del gobierno, con el firme apoyo de la oposición.

Juan Carlos Olarra

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