El laborista Gordon Brown ha tenido el buen sentido y la altura moral de acatar rápidamente el inequívoco veredicto de las urnas y presentar su dimisión a la Reina como primer ministro del Reino Unido. Si, por lo complejo del resultado de las elecciones, podía quedar alguna duda sobre lo que los británicos quieren, no la hay ciertamente sobre lo que han rechazado: no tienen un gran entusiasmo por Cameron, pero no podían seguir por más tiempo con la incompetencia y el desgobierno de Brown. El mensaje sería prácticamente idéntico en unas elecciones generales que se celebrasen en España en estos momentos, pero sobran motivos para dudar de que Rodríguez Zapatero, en situación similar, tuviera el mismo respeto hacia el veredicto de la ciudadanía, o por el contrario extremaría las presiones y maniobras para conseguir, a cualquier precio, un pacto que le permitiese mantenerse en el poder. Como verdadero demócrata, Brown ha sabido perder, lo que difícilmente podría esperarse, en caso análogo, de nuestro peculiar presidente.
Cierto que los electores británicos, con la prudencia y el buen sentido que son propios de tan antigua y sólida democracia, no han dejado las manos libres al líder conservador, que ha entendido la advertencia de la ciudadanía y se ha puesto de inmediato a negociar un pacto de gobierno con los liberal-demócratas de Nick Clegg, en un esperanzador retorno al modelo de conservadurismo liberal que proporcionó tanto éxito a la gestión inolvidable de Margaret Thatcher. La coalición de conservadores y liberales sumará nada menos que 341 escaños en los Comunes, muy por encima de los 326 que representan la mayoría absoluta. Será pues un Gobierno estable, con manos libres para definir un programa y aplicarlo con seguridad y eficacia. Es una buena noticia para los británicos, para el Reino Unido y también para Europa, en la medida en que la influencia de Londres es poderosa sobre la Unión y se ejercerá, a partir de ahora, en la buena dirección que a todos conviene para encontrar una salida de la gravísima crisis económica.
De la convocatoria, votación y resultados de las elecciones generales británicas queda una lección para todos los partidos que configuran, en el poder o en la oposición, la penosa y extraviada senda actual de nuestro país. Cuando se llega a un punto límite de mal gobierno, como ahora mismo se reconoce por prácticamente todos los sectores políticos y sociales, menos los inquilinos de la Moncloa, que sucede en España, las elecciones generales anticipadas son un imperativo de moral política, porque los electores, esto es, los ciudadanos, tenemos derecho a que se nos devuelva la palabra y la decisión. Las insólitas medidas contra la crisis anunciadas hoy por Rodríguez Zapatero han traspasado probablemente los límites de lo que la sociedad española puede soportar, al hacer recaer sobre todos, incluyendo los más débiles, las consecuencias de la incapacidad del actual Gobierno para algo que se aproxime al menos al concepto de gestión de la economía nacional. Pero la oposición no debe llamarse a engaño y mucho menos pensar que la ciudadanía se dará por satisfecha con unas cuantas críticas de aliño en el Congreso. No es tiempo ya para las frases, con o sin complejos, sino para una respuesta seria y proporcionada a la extrema gravedad de la situación, como mínimo respeto que se merece la ciudadanía. Prolongar la actual agonía sólo puede conducir al desastre económico y la crispación social. Si el Gobierno sigue atrincherado, hermético al clamor social que reclama la llamada a las urnas, los restantes grupos parlamentarios tienen mucho más que la posibilidad, realmente la obligación política y moral de forzar en el hemiciclo del Congreso, con los resortes que para ello existen, la convocatoria inmediata de elecciones generales anticipadas. En las actuales circunstancias, esperar al 2012 sería una irresponsabilidad con inevitables o por lo menos probables muy graves consecuencias.
Carlos E. Rodríguez