jueves, abril 18, 2024
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El castellano (vehi)cular

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Andan los medios de comunicación afines o serviles al Gobierno -casi todos los que existen en España- haciendo un remedo de campaña sobre la vigencia de las viejas ideologías izquierdistas -algo parecido al viejo ejercicio de nostalgia que hacían los carlistas- y sobre cuál debe ser el futuro de España, ya que el Estado de las Autonomías no termina de funcionar como debiera ni de encajar con las querencias, los deseos y los caprichos de aquellos que (des)gobiernan nuestros destinos.

Así, si un periódico regala cada sábado algún ejemplar de la literatura roja más clásica -Gramsci, Bakunin, Rosa Luxemburgo, Reed, etc.- otro publica una serie de artículos sobre su peculiar y parcial perspectiva de lo que es la realidad española y hacia dónde debería dirigirse. Esta misma semana uno de sus artículos, a toda página, afirmaba que, para regiones como Cataluña, sólo caben los caminos del federalismo o la autodeterminación, siendo aquel más apetecible y cercano a las palabras que suele teñir de falsa inteligencia nuestro José Luis Rodríguez Zapatero. Lo que no sé muy bien es si alguien sabe que cualquiera de nuestras comunidades autónomas, aún más las que han reestrenado Estatuto, tienen bastantes más competencias que cualquier Estado federal alemán o norteamericano.

Respecto a esta supuesta campaña, me preocupa especialmente lo que tiene que ver con la necesaria reforma educativa que, según los medios de comunicación españoles, irá hacia los lugares menos necesarios, valga la paradoja. Prensa, radio y televisión hablan mucho del fracaso escolar, poco del nivel de aquellos que alcanzan el «éxito» (?), y se centran sobre todo en la enseñanza de la lengua, como si fuera la única rama humanista que cabe en nuestro sistema. Esto nace porque somos un país con varios idiomas oficiales y eso supone un grave problema a la hora de afrontar una enseñanza moderna, útil, profunda y con vocación internacional.

Paradójicamente, sobre el idioma que menos dudas existen es el inglés; tiene que aprenderse por cojones. Esto no se discute ni en Cataluña. El problema es cómo debe enseñarse el castellano, especialmente en las mal llamadas comunidades bilingües. Ayer jueves, El País publicó un amplio reportaje sobre los modos de afrontar el bilingüismo en Cataluña, País Vasco, Galicia, Comunidad Valenciana e islas Baleares. La primera y casi única conclusión general que se puede sacar es que el castellano siempre sale perjudicado.

El sentido común dicta que el castellano es, después del inglés, el idioma más internacional del planeta. El auge de los hispánico en Estados Unidos invita a pensar que su peso será aun mayor en los próximos tiempos. Sin embargo, en varias regiones españolas se le margina a niveles insospechados, ridículos, temerarios, como ocurre en la extremista Cataluña, donde sólo se dan, por obligación legal y sin otra posibilidad, dos o tres horas a la semana.

El resto de comunidades autónomas también empequeñecen la importancia del castellano en el currículo. Y no critico tal postura por antiespañola, sino porque resulta nocivo impedir que los niños y jóvenes de nuestro país aprendan un idioma que les resultará más útil cuando sean mayores que gallego, vasco o catalán. Evidentemente, es bueno que las distintas lenguas maternas se puedan usar con libertad, pero no menos cierto es que ése es un derecho frente al deber constitucional de saber bien, fiable y ágilmente el castellano. Hasta para algo tan simple habría que cambiar la actual Constitución y así conseguir que los nuevos Estatutos quepan en ella.

Esta situación conduce a una evidente ventaja de aquellas comunidades de una sola lengua oficial porque, después del inglés, pueden educar a sus chavales en francés, alemán o chino. Esto sería completamente cierto si la enseñanza de la lengua siguiese caminos inteligentes y humanísticos y no los actuales, tortuosos y a menudo ininteligibles de la lingüística y la filología contemporáneas. Pero por muy mal que se enseñe, estos estudiantes tendrán ventaja sobre aquellos que, independientemente de la naturaleza de su lengua materna, tengan que estudiar un idioma minoritario.

Bajo todo este asunto, aparte de los tangibles intereses nacionalistas e independentistas, subyace el interés de las comunidades bilingües en crear una clase funcionarial propia que les diferencie del resto de España y sirva para que sus jóvenes retoños aniden sin competencia extraña. Como somos un país de paisanaje aspirante a un empleo público, el que un chaval sepa vasco le permitirá opositar en Bilbao o Sevilla, algo imposible para un andaluz. Así, debajo de todo este asunto aparentemente ideológico corren las tumultuosas aguas de la endogamia egoísta y excluyente.

Así las cosas, esta campaña de los medios afines o serviles al Gobierno nos dibuja cómo será España en los próximos tiempos. El sistema educativo, en lugar de mejorar, empeorará. Y en muchos lugares pronto desaparecerá hasta el auténtico bilingüisimo para dar la vuelta a la tortilla que se construyó en el franquismo. Bien pensado, aparte de en el Senado, pronto harán falta traductores de gallego, catalán y vasco en todas las instituciones nacionales. Provincianos hasta decir basta, pero no tan estúpidos como podrían parecer a primera vista.

Daniel Martín

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