sábado, mayo 4, 2024
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Memorias del subsuelo

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Entre todas las obras inmortales de la Literatura, Memorias del subsuelo, de Fiodor Dostoievski, es quizás la más brutal, desconcertante, aterradora, descorazonadora, urticante, cercana, profética… humana. Publicada en 1864, esta extraña y breve novela recoge en su seno la filosofía de Nietzsche, las contradicciones morales de las grandes tiranías del siglo XX, el germen de las guerras mundiales y el desasosiego ante la crueldad innata del hombre incapaz de sobreponerse a las salvajadas de sus congéneres. Es un libro corto, intenso, crudo, muy ruso y, sin embargo, universal.

A menudo se suele confundir la literatura escandalosa con la más escabrosa. Algunos necesitan ver sangre, penes erectos u orgías explícitas para considerar insoportable una lectura. Así, muchos creen que Jelinek, Capote o Miller son los magos de lo cruento, de la animalidad humana. Pero no es así. Sin salirse ni una sola vez de los preceptos decimonónicos, no hay ninguna juerga tan realista como la que José María Eça de Queirós describe en La capital. Del mismo modo, no hay ningún libro que destape tan abrupta y reveladoramente el lado oscuro del alma humana como Memorias del subsuelo.

Este libro de Dostoievski consta de dos partes. En la primera, el protagonista, sin nombre, el «hombre del subsuelo», se nos presenta y nos revela sus ideas, sus valores. Él, funcionario retirado, vive oculto, lleno de resentimiento, rencor, envidia, violencia contenida. Con sólo 40 años es un cadáver andante, sometido a la razón e incapaz de hacer realidad sus deseos. Contradictorio al máximo, piensa mucho y no hace nada. En la segunda parte, nos cuenta un viejo episodio de su vida donde alcanzó su mayor bajeza moral. Un relato simple, poco espectacular, hasta cotidiano, pero cuya lectura abre literalmente las carnes. Nunca nadie describió tan bien la capacidad humana para hacer daño, para explicar la sinrazón humana, capaz incluso de doblegar los sentimientos y razonamientos más bondadosos.

En Memorias del subsuelo Dostoievski, yendo más allá de Lermontov y Turgueniev, crea el principal protagonista de las novelas del XX: la víctima de un sistema implacable y absurdo, esclavo de un Estado omnipotente. Este personaje recuerda al Tío Vania, a Joseph K., a Zeno, a Chinasky porque, aunque le asalten arrebatos de querer ser mejor, no puede evitar ser un canalla y actuar según sus peores deseos. Está preparado para el mal, mas luego se arrepiente porque no quiere ser así aunque no pueda evitarlo.

Más allá de los libros, el «hombre del subsuelo» es un antecedente de los protagonistas de las ingentes y desmedidas matanzas del siglo XX, el sometimiento sumiso del ser humano a las grandes maquinarias estatales de nazismo y comunismo, la pérdida de valores éticos que conlleva la muerte del Dios cristiano, la incapacidad volitiva de los ciudadanos de las democracias occidentales. Todo en un solo personaje, todo en poco más de cien páginas.

Aunque tiene 144 años, este libro es tan actual que hace daño. Lo acabo de releer por enésima vez y ha vuelto a sobresaltarme su cercanía. Comparando sus frases certeras y afiladas como bisturíes con la realidad que nos rodea, uno se da cuenta de que el «hombre del subsuelo» también existe ahora. Se somete como un cordero ante la autoridad pero castiga en cuanto tienen alguien más débil a su lado. Si por él fuera, se haría con el poder y haría todo lo necesario para continuar ahí eternamente.

Es fácil identificar a este ser humano «infernal» -tan próximo y a la vez tan lejano al implacable mas frío Stavroguin de con Hitler, Stalin, Idi Amín, Mao, Pol Pot, Pinochet, Castro, Sadam y otros célebres dictadores. Pero a mí también me recuerda a muchos de los actuales gobernantes, a muchos de sus súbditos. Como el personaje de Dostoievski, estamos rodeados de seres humanos sin ética que odian a sus rivales y que actúan según una razón torcida, según la «seudociencia» que les permite hacer realidad aquello que define su voluntad enfermiza, vacía de sentimientos y emociones y llena de contenidos vacuos, artificiosos, escasamente humanos.

Según Dostoievski, «la razón sólo satisface la necesidad humana para razonar, mientras que el deseo es la manifestación de la vida entera». Enemigo del positivismo científico que se ha terminado imponiendo, el gran escritor ruso pensaba que sin religión el mundo iba a terminar sucumbiendo a la inmoralidad. Personalmente, más que la muerte de Dios me preocupa la desaparición de la ética cristiana, ahora deformada por unos Derechos Humanos que sólo tienen valor testimonial. El mundo, como el hombre del subsuelo, ha devenido en amoral, y todos «yacemos» en el subsuelo de la existencia mezquina, egoísta y envidiosa, tan solo almibarada por unos cuantos buenos sentimientos que se traducen en ayudas humanitarias esporádicas o desazón ante el fugaz recuerdo de los menos favorecidos. Memorias del subsuelo, además de una obra maestra, es la terrorífica creación de un viejo profeta. [email protected]

Daniel Martín

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