sábado, mayo 4, 2024
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El «ecuestricidio»

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Franco ha desaparecido del paisaje urbano. Su último baluarte peninsular era Santander. Allí, su estatua ecuestre ha sido eliminada. Era de bronce y resistía. Han sido muchos santanderinos y españoles de otras latitudes los que se han alegrado. Otros, en todas partes de España, o de lo que de España va quedando, habrán llorado de rabia. No faltarán indiferentes que lo hayan sentido por el caballo y se hayan preguntado por el destino final de tanto bronce. A lo mejor, o peor, lo funden todo para otro monumento de personajes actuales, cuando hayan tal vez dejado de ser actuales sin ser necesariamente mejores. Hay algunas esperanzas depositadas en que no se trate de Zapatero ni de quienes en la etapa de Felipe González se dedicaron a negocios oscuros, pero han pasado a la posteridad como genios de la transición democrática. Por cierto que esa transición, que se dio por cumplida, no acaba de transitar. Todavía no han pagado, muchos que pasan por próceres, el billete de peaje por la historia de la España fragmentada. Y ahí siguen esperando su posible estatua. La verdad es que hace falta un monumento con designio de eternidad para perpetuar el recuerdo o la memoria de esta España democrática, o que por tal se tiene, que no acaba de estar a la altura de las ensoñaciones de tantos españoles que la esperaron con ilusión y no logran reconocerla en sus expresiones actuales. Pero no hay que perder las esperanzas. Algún anti Zapatero y sus homólogos, que vendrán, puede que den paso algún día a figuras representativas de una democracia en condiciones que se acuerde menos del pasado y lo imite menos a la hora de las realidades, también llamadas injusticias, corrupciones, arbitrariedades, enriquecimientos desmesurados y, como suele decirse, con grave carencia de ingenio, un largo etcétera.

El Franco exsuperviviente en bronce y todavía en la nostalgia de sus adeptos aún vivos, que no serán ya muchos, puede que haya encontrado imitadores con la documentación cambiada. Otros, mientras no ha mucho tiempo miraban de reojo los tambaleantes símbolos del pretérito (imperfecto de subjuntivo) para acechar el desquite en nombre de la democracia del perdón y la amnistía, han procurado que la historia se reescriba. Pero no la auténtica historia en trazos imparciales, sino una historia desde el presente y también acaso desde el mañana -si puede ser- completamente partidista, televisiva, en la que el «cuéntame cómo pasó» se transmuta en «cuéntame cómo tendría que haber pasado para que los míos quedaran bien».

Claro que eso de «los míos» es otra historia, nunca mejor dicho. Porque la usurpación de patentes e identidades ha sido colosal. En los ADN de la verdadera democracia hay pocos vestigios de alguna gente -bastante- que han ido y siguen circulando por los cargos haciéndose pasar por lo que nunca fueron, cuando no indultando por personalísimo decreto sus gloriosas progenies que jamás fueron gloriosas y habrían tenido bastantes cosas que ocultar. O que indemnizar. Son los nuevos ricos de las libertades, perfectamente situados en una realidad por la que jamás lucharon, bien por razones de edad, en cuyo caso quedan libres tanto de mérito como de reproche, bien (o mal) porque supieron, como antes quedó indicado, travestirse. Travestirse, sobre todo, cuando intuyeron que «aquello» se caía, y que los principios «permanentes e inalterables por su propia naturaleza» estaban irremediablemente condenados a ser sustituidos por el principio fundamental de «quítate tú que ahora vas a saber lo que es mandar».

Y lo estamos comprobando con la asombrosa falsificación de la verdad democrática, con la mentira elevada a principio supremo de la estrategia política, con el perjurio sistemático de las promesas electorales incumplidas pero formalmente cumplimentadas al pie del hoy proscrito crucifijo, que curiosamente se va desplomando al mismo tiempo que el bronce ecuestre del llamado generalísimo.

Lorenzo Contreras

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