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Las cárceles, el sello de la dictadura de Maduro

El día que Nicolás Maduro recibió del Servicio Bolivariano de Inteligencia -Sebin- una maqueta de El Helicoide como regalo, dijo que ese lugar -El Helicoide y lo que contiene- es “una referencia moral”. En ese momento, julio de 2023, la sociedad venezolana apenas se detuvo en la siniestra gravedad de la declaración. No se produjo el debate -salvo excepciones- que el capítulo exigía. Dos o tres días después dejó de mencionarse.

Es urgente recordar que El Helicoide es el centro de tortura más grande de América Latina, y que en sus instalaciones han ocurrido -y siguen ocurriendo- hechos siniestros y deleznables de violencia física y psicológica en contra del cuerpo y la mente de los detenidos, que no tienen otra finalidad que causarles agudos y sistemáticos sufrimientos. Dolor puro e ilimitado, como he repetido en muchas ocasiones.

En ese lugar, que el dictador categoriza como “referencia moral”, insisto, se administran castigos horripilantes a inocentes e indefensos que se han atrevido a disentir, a opinar, a expresar su deseo de un cambio político en Venezuela, o simplemente han protestado exigiendo el cumplimiento de sus derechos. Se trata, siempre, de potestades que la Constitución aprobada en 1999 nos otorga a los ciudadanos venezolanos.  Que el dictador haya organizado un acto para elogiar el edificio y al perverso sistema que aloja en sus paredes, y que es una de las herramientas predilectas de su instrumentalización del terror, no admite dudas: no quiere ocultar su existencia ni sus expedientes, sino lo contrario: quiere que la imagen del monstruoso edificio esté siempre visible y activa en el pensamiento de cada ciudadano. Quiere que todos sepamos que El Helicoide está siempre allí, esperando a quien levante la voz, esperando a quien el régimen decida secuestrar, sin que haya forma de impedirlo o de escapar de sus tentáculos. El Helicoide es el emblema mayor de la política de Estado que se resume en la frase tortura o sumisión. O sometimiento absoluto o cárcel madurista. Porque eso es justamente la proyección simbólica que El Helicoide ha adquirido con Chávez y Maduro: el símbolo neto y orgulloso del régimen recalcitrante y criminal (cabe preguntarse quién ideó semejante gesto de perversión; cómo fue el proceso de consultas para aprobar la magnitud del desafuero; quién concibió la escena en la que el dictador recibe una réplica chapucera de un centro de tortura; quién es el autor intelectual de la fórmula “referencia moral”, que Maduro proclamó con la boca hinchada de aire).

En agosto de 2024, dos o tres semanas después de que consumase el golpe de Estado en contra del presidente electo Edmundo González Urrutia, Maduro anunció la rápida construcción de dos nuevas cárceles de seguridad, para encerrar a quienes protesten en contra de la dictadura. Lo anunció sin eufemismos o medias tintas: lo hizo abiertamente, inocultable el tono de amenaza. Que no haya dudas sobre lo que eso representa: se propone aumentar el número de presos políticos. Y lo hace inventando una categoría delictiva, “bandas de nueva generación”, que estarían constituidas por cualquier persona que aspire a vivir en libertad o que simplemente exija el cumplimiento de sus derechos.

Porque de eso trata su principal y única acción de Estado: expandir el terror, mantener el miedo como la presencia más cotidiana y protuberante, no de la actividad política, sino de la esfera pública y de la esfera privada. Que el miedo sea la sombra de cada paso, que se haga presente en cada conversación, evidente en cualquier encuentro familiar o entre amigos. 

A la Venezuela en situación de extrema precariedad no le construyen escuelas ni hospitales ni centros de salud especializados, por ejemplo, en personas de la tercera edad. 

Tampoco se construyen parques para peatones y ciclistas, ni espacios urbanos para las familias, ni mucho menos instalaciones deportivas, ni se hacen inversiones en infraestructuras de uso público, como las impostergables y crecientes que demanda la devastada red eléctrica, los sistemas de distribución de agua potable o la totalidad del sistema de distribución de bombonas de gas doméstico, también colapsado y ámbito absolutamente impune de corruptelas, cuyas víctimas, otra vez, son los sectores más pobres de la población, destinatarios cotidianos y recurrentes de los abusos, arbitrariedades, extorsiones, ejercicios autoritarios de la dictadura y sus desmanes. El dinero que se salva de la corrupción tiene precisos propósitos: las cárceles más opresivas, los armamentos más letales, sofisticados equipos militares para el espionaje ilegal y la represión, vehículos enormes, casi siempre camuflados, para las operaciones de asalto y secuestro. El gasto estatal prioritario por excelencia. El gasto impostergable de la dictadura. 

La cárcel no solo metaforiza el poder de Maduro, Cabello y Padrino López: también es su primer pensamiento, el pensamiento instantáneo, inmediato y más frecuente. Cada vez que irrumpe un problema en la escena, del tipo que sea, el poder no piensa en cómo solucionarlo, ni se pregunta por las causas, ni mucho menos en cómo organizar a la sociedad para encontrar una respuesta. Su pulsión inmediata es secuestrar y encerrar a quien sea en El Helicoide o en cualquiera de los otros innumerables centros de detención que abundan en el territorio. A esos centros hay que sumar los clandestinos, denunciados una y otra vez, en los que se practica la tortura de forma indiscriminada. Y a todo ese conjunto hay que agregar las próximas cárceles, las que se están planificando ahora mismo, con las que el dictador pretende evitar lo que, tarde o temprano, terminará de suceder: el cambio político cuyo proceso ya se ha iniciado y que culminará en el instante menos previsto.