¿Semana Santa?
Al final, casi como siempre, acabaremos pasados por agua. No es culpa de la Semana Santa, desde luego, sino de la primavera. Si acaso, es la culpa de la naturaleza. La Semana Santa, precisamente, habla de eso, de la culpa. Y no tenemos a quien echarle la que nos fastidia, año tras año, este breve periodo de vacaciones. Porque en eso ha devenido la pasión de Jesús: en vacaciones. Y en fiesta. La penitencia – la culpa y sus consecuencias – han dejado paso al espectáculo y al agua: sol y playa, también aunque a veces se estropee. Pero no hay rincones de silencio, de reflexión, de fe. Ya saben, nada desaparece, sólo se transforma. Y con el tiempo la Semana Santa se ha ido transformando. Se ha convertido en la versión española de una recreación hollywoodiense. No es que los misterios interpretados por actores fugaces, en los que se recogen los últimos días de Jesús, no puedan servir de plataforma para la actuación. Al contrario, la difusión del evangelio lo agradece.
Lo que pasa es que la interpretación de los espectadores, de los falsos penitentes, ha terminado por convertirse en una burla disimulada, un entretenimiento caprichoso, una pose impostada. Un juego de creencias mutiladas y ambiciones ardientes, de exhibicionismo y de promoción de la egolatría, de relumbrón y poderío. Lo que pasa es que la culpa, con lluvia o sin ella, ha dado lugar a la pasarela de la fama con los motivos religiosos como excusa. Da igual la Cibeles, la feria de Abril, el día de la Cruz Roja o el rastrillo de turno, la Semana Santa es como un tele maratón de Antena 3, Un programa de Tele5 o un espacio promocional del AVE. Ricos y famosos, y menos ricos y famosos, los petulantes del barrio, sin pudor y con desparpajo se calzan sus particulares mallas del teatro, se engalanan y lucen joyas enredadas entre escapularios, medallas y otras muestra de la fe según se entiende ésta por algunos. Se visten con mantillas y peinetas con el arte de las folclóricas habituales en el enredo nacional. Lucen el palmito en sillas de tijera en las que aspiran habanos y sudan como la cera de los cirios, o se cuelgan en balcones oportunamente convenidos y cantan saetas como quien canta las cuarenta en la partida de la sobremesa. Gritan a las vírgenes como se grita el día de la lotería. Y además, también se entregan a la cosa los toreros, las actrices de moda, los teatreros de la tele, humoristas, presentadores y tertulianos en condominio por decenas de programas de opinión. A veces viene una mismísima actriz de Hollywood y cuando no, su consorte se compra un espacio de costalero con una buena donación. Debería procesionar la pasta sobre el trono y no convertida en carne humana aupándolo mientras se atizan y jarrean bajo la alfombra que disimula el vaivén de los transportistas de pago, que creen que redimen penas como antes se compraban indulgencias o el tribunal de la Rota anula matrimonios de inconveniencia. Cada Semana Santa que llueve, como lo hace esta, tanto habitual del martirio de Jesús debería celebrar la ocasión para el recogimiento y despachar con Dios los asuntos de su fe, en la intimidad y con la penitencia como esfuerzo moral y ético para afrontar los dolores que le aquejan. Debería entender la señal que pide con agua que el decoro presida la devoción y que tanta fanfarria y tanta estética del oportunismo y la simulación se queden en casa que, total y al fin y al cabo, la disfrutarán igual, atizándose finito y whisky en iguales proporciones. Una pena. Pero desde luego nada que ver con el prendimiento, la crucifixión, la muerte y la resurrección.
Como decía Ortega: no es eso, no es eso. Pero España puede con todo, lo convierte en virtud, lo transforma en oficio. Un oficio de oropeles y carmines. Este, al fin y al cabo, es el país de la Regenta, doña Ana Ozores, penitente de turno en manos de su magistral favorito. La escandalera decimonónica sobrevive en el XXI.
En esto de la fe, las creencias deberían ser más visibles que los hábitos. Sobre todos que los malos hábitos. De verdad que lo siento por los que de corazón ven en la lluvia la adversidad que impide mostrar su devoción, y no el fastidio que estropea su paseíllo anual por los salones de la fama. Estoy con los primeros, también de corazón.
Rafael García Rico - Estrella Digital
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Rafael García Rico