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Qué ponemos en la Constitución, por qué y para qué

La serpiente de verano se ha convertido en un dragón de otoño y la reforma constitucional de alta velocidad es una realidad insoslayable (como todo lo que PSOE y PP pactan entre bambalinas), que solo depende del tiempo, por lo que cualquier debate público sobre dicho extremo es un ejercicio puramente académico pero, aunque solo sea como tal, merece la pena dedicarle un poco de tiempo.

Antes de tomar en consideración el texto concreto de la proposición no de ley impulsada por los partidos mayoritarios, parece razonable analizar la conveniencia y utilidad de la reforma que se pretende. La idea, según se nos presenta, es dar rango constitucional la asunción del compromiso por parte de las administraciones públicas de que el déficit público y, consecuentemente la deuda pública, no pueden ser ilimitados (lo que llama la atención en lo que toca a la izquierda, que siempre ha mantenido lo contrario…). Pues bien,  el concepto es correcto. El déficit público y la deuda pública no deben ser ilimitados y de hecho, en lo posible, no deben ser. Ahora bien ¿es razonable introducir eso en la Constitución?

La historia y el derecho constitucional comparado nos hacen cuando menos ponerlo en duda. Los Estados Unidos de América han reformado su Constitución en veintisiete ocasiones a lo largo de más de dos siglos. Pues bien, una de ellas tuvo un propósito tan ajeno a un texto constitucional como el establecimiento de la llamada Ley Seca, cuyos efectos prácticos en la prevención de consumo de alcohol son de todos conocidos (aunque hay que reconocer que nos dejaron inigualables páginas cinematográficas para mayor gloria de Edward G. Robinson y James Cagney). Fue necesaria una nueva reforma constitucional para corregir el primer desatino.

En España tenemos un ejemplo de mayor romanticismo y ternura. Nuestra pionera Constitución de 1812 establecía en su artículo 6 para todos los españoles la obligación de ser justos y benéficos. De entones acá, los celtíberos nos hemos enzarzado en cuatro guerras civiles. La idea era buena, el concepto correcto, pero su regulación constitucional, absolutamente superflua y sus efectos nulos.

La verdad es que hay que tener cuidado con lo que se pone en la Constitución. En eso deberíamos seguir el ejemplo de los ingleses, que tienen la constitución más antigua del mundo y probablemente la que mejor funciona, pero no pone nada en ella, porque han tenido la inteligencia de no escribirla jamás.

La cuestión es ¿para qué sirve la reforma constitucional que se nos propone?

Se nos dice que para transmitir una imagen de confianza a los mercados. Un signo de seriedad y de responsabilidad. La constatación de que la fiesta ha terminado. A mí me pasa con los mercados lo mismo que al tipo del viejo chiste con los franceses, que no sé qué pensar de ellos porque no los conozco a todos. Pero me cuesta creer que la reacción vaya a ser tan inmediata, sobre todo si tenemos en cuenta que el límite al déficit estructural es bastante más blandito de lo que nos quieren contar, toda vez que puede ser obviado en circunstancias excepcionales, lo que en la práctica se traduce -según el propio texto de la reforma- en que así lo acuerde la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Por otra parte la urgencia del proceso y la inminencia de las consecuencias favorables no resultan creíbles si tenemos en cuenta que la vigencia del “techo de gasto constitucional” comenzará en el año… ¡2020!

En otro orden de cosas hay que considerar que el detalle del tope para el déficit y la deuda se remite al desarrollo legal correspondiente cuya responsabilidad corresponde a los propios destinatarios de la cautela constitucional, a esos gestores políticos cuyo acceso y confirmación en el cargo depende de la disponibilidad de ese dinero público que, como dijo la ínclita egabrense, no es de nadie. Pero ni siquiera es eso lo más pavoroso, sino que el hecho de que el límite al desbalance de las cuentas públicas tenga rango constitucional significa que el último garante de su cumplimiento es nada más y nada menos que el llamado Tribunal Constitucional. Puesto que las hazañas de esa corte de los desatinos son de sobra  conocidas, no es necesario explayarse. Basta con ponerse en lo peor.

La realidad es que introducimos esta reforma, con inusitada urgencia, porque así nos lo ordenan desde la Unión Europea, o desde los gobiernos de Alemania y Francia, para ser más exactos. Por eso el nuevo texto constitucional se remite a lo que dictamine la Unión Europea en materia de déficit presupuestario. El mensaje para los mercados es que la autoridad económica europea reside en París y Berlín, que además de rescatar e intervenir, son capaces de imponer su criterio en materia económica y fiscal. Y que igual que decidieron ser tolerantes con el déficit cuando les convenía, pueden ser implacables cuando la fiesta decae. Que no existe un Gobierno Europeo pero que la Unión Europea, especialmente sus territorios periféricos, están bien gobernados por el Protector designado al efecto por la Cancillería alemana y el Gobierno francés, es decir, el Presidente del Banco Central Europeo.


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Juan Carlos Olarra

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