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Los cafés perdidos

Mucho se ha escrito sobre los viejos cafés, esos antros o locales, según se mire, de cultura, holgazanería y cotilleo que tan importantes fueron antes de que los partidos políticos acaparasen toda la atención (y empobreciesen el libre discurso de ideas). Los cafés son un fenómeno decimonónico. En España y Portugal subsistieron algo más porque no había ni libertad de expresión ni de asociación. El café era el pequeño mentidero, una mínima válvula de escape donde uno, sin riesgo excesivo, podía lanzarse a la revolución de velador.

Sabemos, o nos lo cuentan, que el primer café se abrió en Londres en 1652 (Marksman Ellis, The coffee house). Los cafés jugaron un papel muy importante en el siglo XIX, y el testimonio literario de Eça de Queiroz (Los Maia) da buena cuenta de ello. En Francia, el café acabó cuando los bulevares dejaron de ser amables lugares de paseo y se convirtieron en atascos masivos, ruidosos. El alabado barón Haussmann tiene su responsabilidad en haber acabado con aquel París de vericuetos, cafetines y obreros que tan bien describiera Pío Baroja. En Viena, todo esto courrió  al liquidarse el Imperio Austro Húngaro por obra del resentido Clemenceau y del ignaro Wilson.

Un libro resume de forma excelente estas historias, Poética del café, de Martí Monterde (Anagrama, 2007), que no tuvo la difusión que merecía.

En Portugal, a pesar de las navegaciones, el café llega relativamente tarde, a finales del siglo XVIII. La especie arábica como cultivo habría sido introducida en 1722 en Brasil. En Portugal, el café es más que el bar. Se sienta uno, se está tranquilo, no hay televisión a berridos ni maquinitas de monedas. Se puede charlar despacio. La gente, además, habla quedo.

Los casinos, ateneos, sociedades de amigos del país, cafés de la Ilustración y del siglo XIX fueron esenciales para la literatura, el pensamiento y la conspiración. Pío Baroja los describe bien en La Isabelina, una de las novelas sobre don Eugenio de Aviraneta. De ahí el ruido, el humazo y el no dejarse hablar ni escucharse, tan propio de los españoles. Larra, Galdós, Gómez de la Serna, González Ruano, Cela, Umbral, y muchos más recrearon ese ambiente cafeteril, lleno de sabios y charlatanes, de políticos y de haraganes.

Eran disputaderos donde se examinaban, sin base alguna, claro, los entresijos y chismes de la política, los rumores sibilinos, donde se sentaba cátedra y se desplumaba o desollaba a cualquier advenedizo, ya fuera político, aprendiz de poeta o novelista en ciernes.

Una prueba de que seguimos dándonos la espalda, a pesar del masivo turismo español en Lisboa, y de tantas actividades conjuntas, a ambos lados de la Raya, es el libro de Antonio Bonet Correa, Cafés históricos (ediciones Cátedra, 2012), de cuyas 344 páginas sólo dedica tres a Portugal, y para mencionar los que ya vienen en los folletos turísticos más simplones: A Brasileira y O Martinho da Arcada.

Luego cita de pasada otros cuatro, muy dispares, y con errores (¿cuál es el café Montaña, (sic)?) o el Rossío (que es la plaza, omitiendo su nombre A Suiça). También se deja en el tintero dos cafés esenciales, como son el Nicola y el Versailles.

El tan trillado (y no tan leído por los españoles) Fernando Pessoa frecuentaba el Martinho da Arcada, pero sobre todo las ginginhas, esos establecimientos  donde se sirve aguardiente (la ginginha es el aguardiente de cereza). Es como aparte de Pessoa no hubiera ningún otro poeta; su pobre estatua sedente sirve de tramoya para los turistas ladrones de imágenes, en el Chiado lisboeta, allí donde se sienta el 99% de los españoles que invaden la ciudad. Quizás estemos ante un fenómeno nuevo, la trivialización de la poesía, que yo diría que es casi una profanación.

Rui Vaz de Cunha