Elogio de la sombra
El lector demorado se verá gratamente recompensado con la infinidad de extraordinarios detalles que llenan las novelas de Tanizaki, sobre todo en las páginas de las cinco o seis que publicó antes de la derrota japonesa en la última guerra mundial. De ese mismo período es también Elogio de la Sombra, uno de sus libros más conocidos en el mundo occidental, no tanto por sus muchos méritos como por haber puesto de relieve los elementos en los que se basa una cierta dicotomía de la estética.
Creo que Tanizaki reivindica, como lo esencialmente japonés, no tanto la sombra, cunato la ausencia de esos brillos innecesarios que caracterizan el enfoque de la estética occidental. El ejemplo de la hermosa japonesa que prepara el té en una aislada casita de bambú, con los dientes teñidos de negro, es un claro ejemplo de esa voluntad por evitar a toda costa el reflejo de una luz que desequilibra la armonía de un instante perfecto. Esa misma inquietud es la que se oculta en la plata japonesa que, al contrario de lo que ocurre con la occidental, nunca está pulida ni se frota para que brille como si fuera un espejo.
La sombra, tanto en Tanizaki como en Borges invita a captar el enigma de la existencia
La estética tradicional, que tal vez haya sucumbido sin remedio bajo las innumerables y permanentes luces de neón que hoy desbordan las ciudades japonesas, pretendía sobre todo no alterar un sosiego que tan difícil había sido alcanzar. La estética actual, sin embargo, parece buscar todo lo contrario. Al igual que ocurre en un Occidente que ya no es distinto, se busca también en Japón el deslumbramiento instantáneo y repetido. De ahí, la multiplicación de las superficies recubiertas por plásticos brillantes, de las moles arquitectónicas que reflejan inmisericordes los rayos del sol, y del abuso de los cromados en todo tipo de vehículos, desde la humilde bicicleta al más veloz de los trenes-bala.
Creo recordar que Borges escribió un poema con el mismo título que el libro de Tanizaki. Tal vez no fuera una idéntica preocupación estética la que le moviese, sino el uso de la imagen que suele asociarse con el final de una vida. Las sombras, antítesis de esa luz que sería la propia vida; las luces, complemento ineludible de esa sombra que permitiría disfrutar de todos y cada uno de los matices de un instante. La sombra, en definitiva, que tanto en Tanizaki como en Borges invita a captar el enigma de la existencia.
Ignacio Vázquez Moliní