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El tedio reparador

Comentaba el otro día uno de mis amigos, mientras tomábamos un café, que el concepto de ocio ha ido transformándose, desde el primitivo sentido que implicaba una cesación temporal de los quehaceres cotidianos, una pausa salutífera en la que precisamente los negocios cesaban, como si de una breve y reparadora siesta se tratara, hasta alcanzar su actual sentido, caracterizado por todo lo contrario, por una sucesión trepidante, casi frenética, de actividades.

El ocioso actual no para ni un momento

El ocio contemporáneo no conlleva reposo, calma ni sosiego. El ocioso actual no para ni un momento. Se trata, no de que descanse, sino de que agote todas sus fuerzas físicas y morales. Lo que se busca, precisamente, es que el ocioso se mantenga en un estado permanente de aturdimiento, cuanto más completo, mejor. Conlleva además, al contrario del ocio tradicional, en el que ocupaban un destacado lugar la contemplación detenida, el lento deambular y la espera tranquila, un gasto a todas luces excesivo, de energías primero y de medios económicos después.

Tanto es así que llega a pensarse que el ocio de hoy en día, si no es caro no es bueno. Lo más alejado de lo que se busca para llenar las horas libres es, precisamente, el no hacer nada, que sería algo propio de fracasados.

Los pretendidos triunfadores están obligados a no tener ni un instante libre. Las actividades constantes no sólo llenan sus horas laborables sino que se extienden como una plaga a lo largo de todas y cada una de las demás del día y de la noche. No existe una pausa para almorzar, salvo que sea para seguir discutiendo los mismos asuntos que se han debatido hasta la saciedad en el despacho. Al concluir la jornada hay que asistir a cualquier clase de entretenimiento colectivo, al gimnasio, o al local de moda para llegar luego exhausto a casa y conectar enseguida cualquier artefacto electrónico que, con su estruendo permanente de películas, chácharas, músicas o juegos absurdos, permita seguir con la ficción de estar siempre ocupado.

También decía mi amigo que hoy en día se huye del tedio como si del diablo se tratara, cuando es el tiempo tedioso el que nos permite, al igual que hace el sueño con lo aprendido a lo largo de cada jornada, asimilar lo mejor de la vida. Ese aspecto positivo del tedio es lo que podríamos definir como esplín, que así escrito, y aunque la Real Academia en ello se empeñe, no solo pierde encanto sino también muchas de sus sugestivas y evocadoras connotaciones. De hecho, se me hace muy cuesta arriba imaginarme lo que hubiera resultado un Esplín de París, que frente al auténtico e irrepetible spleen de Baudelaire, y a pesar de toda la buena voluntad de aquellas viejas crónicas madrileñas de Francisco Umbral, daría como resultado un adefesio cualquiera, tal vez muy castizo, pero irremediablemente rústico.

No debemos olvidar que el tedio es el preludio que la ensoñación requiere. No dude por tanto el lector en perder el tiempo para, al final, así poder ganarlo. Las páginas de Baudelaire son una invitación para que nos adentremos sin temor alguno por esa tediosa y placentera senda.   

Ignacio Vázquez Moliní