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El Cairo del rey Faruq

Todavía existe El Cairo del rey Faruq. Sus calles laberínticas cubiertas de polvo, con aceras sobre las que desbordan las concurridas mesas de los cafetines, están llenas de una multitud abigarrada. Se juntan gentes de todo tipo. Los empleados públicos de traje oscuro y fez ajado, con cara de mucho sueño. Un enjambre de imberbes limpiabotas compite con tullidos de agilidad sorprendente para hacerse con la limosna cada día más escasa. Las mujeres de velo leve y amplias caderas caminan en parejas hacia el mercado. La charla no se detiene ni un instante, apoyada por un continuo gesticular de la mano libre, mientras la otra arrastra el capacho lleno de verduras.

Sentado en su diminuto banco de madera, el zapatero de la esquina espera que algún cliente se decida a remendar sus viejas babuchas. Dos policías, cada uno balanceando la porra, hablan de sus cosas sin prestar atención a los que, tal vez con demasiada prisa, se apartan a su paso. De vez en cuando se ve algún enorme automóvil de acharolados brillos. Al escuchar el breve pitido, un vendedor ambulante empuja con más fuerza el carromato y lo sube a la acera. El coche apenas acelera. Unos metros más allá vuelve a sonar el claxon y la escena se repite.

Un joven muy moreno de bigote recortado está sentado ante un velador. Con la mano izquierda sostiene un cigarrillo americano del que escapan azules volutas. Espera a que se enfríe el té espeso que un camarero de chaquetilla blanca no muy limpia acaba de servirle en un vasito de cristal. Desde su mesa contempla a una de las mujeres que van en el asiento trasero del coche todavía detenido. Parece una hermosa copta que fuera al centro con su madre. El automóvil arranca de nuevo y se pierde hacia el fondo de la calle.

El joven da una calada al cigarrillo. Expulsa el humo mirando al cielo. Ve que en el balcón de enfrente está sentada una obesa señora. Lleva la cabeza cubierta con un pañuelo y una bata de colores chillones. El joven baja la mirada. Luego sorbe apenas un poco del té todavía demasiado caliente. Saca una libreta y un pequeño lápiz. Tal vez utilice la imagen de esa bella copta dentro de un automóvil negro. Sin escribir nada, vuelve a perderse en las ensoñaciones del cigarrillo, del té hirviente y de la calle abarrotada de gentes que van y vienen.

En El Cairo del rey Faruq conspiraban los jóvenes inquietos. Al caer la tarde, sin que nadie les convocara, se reunían en las terrazas sobre el Nilo. Muchos eran periodistas, otros, abogados. Había también algunos médicos. Casi todos habían estudiado en las universidades inglesas.

Querían transformar la monarquía decorativa del rey Faruq, que las autoridades coloniales toleraban por su evidente inutilidad, en un régimen parlamentario nacionalista que fuese también liberal y auténticamente democrático, en el que cupiesen todos los egipcios, musulmanes, cristianos y agnósticos. Como no podía ser de otra manera, Naguih Mahfuz también integró las filas de aquel partido, el Wafd, que a la postre modernizó Egipto, pero que también provocó que desapareciese aquel Cairo que ya sólo pervive en las páginas de Jan al-Jalilí o en las de El callejón de los milagros.

Ignacio Vázquez Moliní