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Cristina Cifuentes y la no competencia

Hay días en los que vivir en Madrid no es un coñazo. Es decir, en los que se confirma la regla de que el peaje de ser madrileño es fastidioso. No porque la ciudad no sea una delicia, sino porque el “rompeolas de las Españas” es realmente, a siglo XXI, el rompepelotas de las pancartas. Nótese la distancia de Machado a servidor.

Uno de los quebraderos de cabeza de los madrileños es huir de alguna de las 10 manifestaciones diarias que te pueden sorprender traicioneramente al salir del metro, a la vuelta de la esquina o en la puerta del curro, quizás de la casa de la novia. Pero no siempre lo conseguimos. El otro día una representante de los comerciantes del centro de la ciudad –asolado a manifas– se quejaba amargamente de que, cuando sale la pancarta y se aprestan los tipos duros de las Unidades de Intervención Policial (UIP es la forma fina de llamar hoy a un antidisturbios de toda la vida), los madrileños huyen y los turistas, más aún. Con lo que las tiendas se quedan a solas con sus facturas y sin vender una escoba. Un problema jodido. A continuación la voz cascada por la vida de la delegada del Gobierno en Madrid decía, con mucho cariño, que ella “no tiene competencias” para evitarlo.

O sea, que no es competente. A un paso de la incompetencia.

Cristina Cifuentes, en función de su cargo, dispone de un despacho monumental, una legión de asesores, secretarias, administrativos, equipo de prensa, coche oficial y escoltas. Lo que no está claro es para qué sirve un delegado que representa por autoridad delegada a un Gobierno que vive a 100 metros de su despacho. Paradojas del complejo estado español. Casi la principal –¿única?– función que Cifuentes tiene es velar por el orden y la ley en la ciudad. Y, supongo, hacer un poco menos coñazo la vida a los ciudadanos.

3.650 manifestaciones en el relativamente reducido área del centro de Madrid, se puede asegurar empíricamente, es un coñazo. En las proximidades de Sol, que llegan a 1.000, se podría declarar zona catastrófica.

A los amigos que vienen de fuera les sorprenden algunas cosas de la vida madrileña: la desmesurada cantidad de coches oficiales que hay, la toma de la ciudad por los antidisturbios (perdón, UIP), el tamaño de la bandera de Colón, y el hecho reiterado de encontrarse a Almodóvar y Antonio Resines casi por todas partes.

En la calle Génova un pelotón de severos antidisturbios controlan cada tarde a docena y mitad de jubilados que la emprenden a gritos contra la sede del PP al original grito de: “¡Ladrones!”.

Los domingos puedes quedar sumergido bajo mareas de todos los colores.

El auge de los colores corporativos hace que te pueda malogra una mañana la manifa roja de Coca-Cola, la naranja de no sé quién, o la violeta de sesentonas proabortistas.

Un coñazo, vamos.

Un asunto jodido porque choca con libertades fundamentales como la del derecho de manifestación, o la necesidad que tenemos los trabajadores de hacer notar nuestros problemas en busca de solidaridad pública o bien algo de jaleo. Todo muy comprensible, menos oír a la primera autoridad de orden público decir que “no tiene competencias”. O que es incompetente.

Cifuentes, una carrera política en auge aupada por su propia ambición, es competente para administrar el orden público, el uso monopolístico que ejerce el Estado de la violencia y sobre todo para no tratar con condescendencia los problemas de los ciudadanos.

Estos días hemos sabido, además, que su marido está licenciado por el Ayuntamiento de Madrid para tramitar las licencias de apertura de negocios que ella tiene autoridad para cerrar. O sea, para lo que sí es competente.

La carrera política de Cifuentes refulge como su rubia melena, se aúpa como sus empinados tacones, tiene futuro a medida de su reconocida ambición. Muchos políticos se arriman, intrigan, trepan y casi matan por los cargos. Pero lo menos que se puede esperar es que, una vez que los tienen, al menos se declaren competentes. Aunque luego, ay, finalmente sean incompetentes.

 

Joaquín Vidal