Última hora

Calentón en el billar

Ahí estaba yo, sobre la mesa de billar. Mi sudor se había impregnado en la tela verde dibujando mis curvas. Todo oscuro, sólo una lámpara con una luz tenue me dejaba entrever lo que tenía delante. La sombra de mi sujetador colgando de la lámpara se proyectaba en la pared. Sonreía.

Aquella noche entré en el club como todos los días, buscando relajarme del estrés diario que me produce el trabajo. Me acerqué a la barra y pedí una copa. Como siempre, el barman se interesó por mi día e intentó seducirme con su repetitiva palabrería.

¿Cómo iba a imaginar que acabaría desnuda tumbada en un billar? Después de unas cuantas copas me desaté. No recuerdo muy bien cómo pasó. De repente me vi empotrada contra la pared forrada de terciopelo rojo y unas manos me sobaban hasta el último rincón de mi cuerpo. No había nadie alrededor, sólo se oía una música con un volumen ensordecedor. Al ritmo de la música aquellas manos empezaron a despojarme de mi ropa. El calentón iba en aumento. Lametones que empezaban en el cuello y acaban en un sitio prohibido.

Me agarró con fuerza y me llevó hasta la mesa de billar. Le arranqué hasta el último botón de la camisa con la boca mientras mis dedos se fundían con los suyos para explorar hasta lo más hondo de mí. Gemía de placer, no podía parar. Estaba tan mojada que nuestras manos estaban empapadas. Se chupaba los dedos y volvía a meterlos una y otra vez. Gritaba de gusto. Se desabrochó los pantalones y se los quitó. Sólo calzaba unos tacones rojos de aguja. Se tumbó encima de mí posando sus enormes pechos sobre los míos. No había marcha atrás: estaba disfrutando con una mujer lo que nunca me había dado un hombre.

Notaba la frialdad de las bolas del billar que se movían con el vaivén de nuestros cuerpos. Unos labios rojos carnosos me besaban y me dejaban restos de carmín. Esa lengua me hacía enloquecer. Succionaba mi clítoris y me lamía de arriba abajo sin parar. La situación me superaba, no me podía contener. Sólo una lengua y unos dedos eran suficientes para hacerme llegar al paraíso. Un número incontable de orgasmos. Y seguía, y seguía...

Perdí la noción del tiempo. En el club ya no quedaba nadie, sólo ella y yo. La noche se alargó hasta que amanecimos desnudas sobre el billar, empapadas de sudor y de lo que no era sudor.


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El Rincón Oscuro