jueves, marzo 28, 2024
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Encerrados

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Uno de los mayores logros de la Unión se recoge en el artículo 3, apartado 2 del Tratado de la Unión Europea, que dice que esta “ofrecerá a sus ciudadanos un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores, en el que esté garantizada la libre circulación de personas conjuntamente con medidas adecuadas en materia de control de las fronteras exteriores, asilo, inmigración y de prevención y lucha contra la delincuencia”. Para algunos, sin embargo, esto siempre ha sido motivo de temor, de recelo, de rechazo.

Ha sido, de hecho, uno de los desencadenantes del Brexit.

Fue precisamente la introducción de límites a la libre circulación de trabajadores y a la no discriminación por razón de nacionalidad uno de los caballos de batalla de aquel acuerdo negociado con David Cameron para intentar que Reino Unido no abandonara la Unión, cediendo en aspectos como la limitación del acceso a beneficios sociales a trabajadores de otros Estados Miembros. Entonces, muchos clamamos contra los lodos que podrían desencadenar aquellos polvos.

Algunos lo negaron. Es más, tanto durante la campaña del referéndum como luego tras el resultado del mismo, han intentado convencernos de que tales propuestas no estaban alimentadas por ninguna clase de rechazo al extranjero, por ninguna pulsión xenófoba.

Sin embargo, la realidad se ha encargado de desmentir tantas buenas palabras.

En las últimas semanas, hemos visto cómo Theresa May y su Gobierno hacían suyo lo peor del discurso del UKIP –ese partido en el que las disputas por el liderazgo se dirimen en clave tabernaria, a puñetazo limpio, faltando a la dignidad de un lugar cuyo nombre hace honor a la base del diálogo y el razonamiento: la palabra– aventando los peores demonios con anuncios –algunos rectificados– como las restricciones a los visados para estudiantes, la purga de médicos y enfermeros comunitarios y extranjeros o los listados de empleados no británicos en sus empresas.

Y en los últimos días, hemos conocido un informe del Ministerio del Interior británico que constata que las agresiones xenófobas se han disparado en aquel país hasta crecer en el mes siguiente al Brexit un 41% con respecto al mismo mes del año anterior. No se trata de una errata: un 41%. Casi 5.500 delitos de odio.  ¿Acaso puede alguien pensar que son hechos aislados?

No, la xenofobia avanza de la mano de Le Pen en Francia, del partido de Geert Wilders en Holanda, de los auténticos finlandeses en Finlandia o del autodenominado Partido de la Libertad austríaco. Y de la AfD en Alemania, donde expresiones como “inversión étnica”, condenadas por su uso en la propaganda nazi, han vuelto a la esfera pública. O de la mano de Orbán en Hungría, donde, en efecto, el referendum contra las cuotas de refugiados no salió adelante al no alcanzar el 50% de participación, pero en el que el 98% de los participantes votaron contra las cuotas acordadas en la UE. 

Sí, esa Europa avanza, levantando a su paso muros físicos y mentales, ahondando en nuestras miserias y en lo peor de un pasado que creíamos superado tras los horrores del siglo XX.

Mientras tanto, un año después de la puesta en marcha del sistema de reubicación y reasentamiento para reducir la presión en Grecia e Italia, de los 100.000 refugiados que deberían haberse reasentado en otros países de la Unión Europea lo han hecho efectivamente 5.651, es decir, el 5,75% del total, correspondiendo a España el vergonzoso desempeño de haber reubicado a 363 de las 9.323 personas comprometidas, el 3,89%.

¿La culpa es de Europa? No del Parlamento, que no ha dejado de alzar su voz para reclamar soluciones europeas de largo alcance. No incluso de la Comisión, que ha tratado de impulsar una política de reasentamientos solidaria con los países más presionados.

No, la culpa no está en Europa, sino en las capitales nacionales. Demasiadas palabras grandilocuentes para ocultar sus miserias por parte de algunas, auténticas derivas xenófobas por parte de otras. Demasiado ruido para silenciar la tragedia de quienes siguen perdiendo sus vidas en su huida hacia un continente cada vez más encerrado en sí mismo, cada vez más ajeno al drama.

José Blanco

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