viernes, abril 26, 2024
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El clan de los Mc Guffin

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De la devoción y de la audacia nace el coloquio de ocho soles que da pie al considerado libro capital sobre el séptimo arte. François Truffaut, aún incipiente en el desparpajo de la “Nouvelle Vague”, proponía a un ya glorificado Alfred Hitchcock el sostén de una larga entrevista. Su fruto habría de ser un libro simultáneamente publicado en Nueva York y en París que recogiera el eco de su conversación.

Truffaut calificaría a Hitchcock de “severo con su trabajo, siempre lúcido, y de fácil autocrítica”, virtudes aquellas que probablemente llevaron al realizador británico a aceptar la propuesta. Y tal vez contribuyeron a su consentimiento el instinto que le hizo reconocer la perspicacia y el talento de su colega, y su ego complacido por la atención que suponía vagar y divagar en el meollo de sus películas.

“Querido Señor Truffaut, su carta ha hecho que me saltaran las lágrimas” fue la penetrante respuesta que provocó un diálogo sin fisuras, un libro reverenciado, una amistad fraterna, y ya en nuestros días un documental que agrega algo más que imágenes.

“El cine según Hitchcock” reúne a dos talentos inmensos, dos fenómenos capaces de ralentizar el pensamiento en  encuadres y la vida en planos secuencia. François Truffaut y Alfred Hitchcock sostienen una conversación porosa en la que se filtran las obsesiones de un autor cuyas debilidades son paradójicamente sus fortalezas.

François Truffaut y Alfred Hitchcock sostienen una conversación porosa en la que se filtran las obsesiones de un autor cuyas debilidades son paradójicamente sus fortalezas.

La angustia, la muerte, son dos de ellas según el diagnóstico del francés. Y la sexualidad sería la tercera de ellas: “Buscamos mujeres de mundo, verdaderas damas que se transformarán en prostitutas de dormitorio” refleja bien la tensión sexual que se desprende en cada una de las obras de un Hitchcock cuyo afán mimético sufrieron sus propias actrices. Hitchcock quiso convertir a Tippi Hedren en Grace Kelly, como en sus metrajes transformó a Norman Bates en su rediviva madre (“Psicosis”) y a Madeleine en Judy (“Vértigo”), o a Mrs. Van Hopper en una Rebeca cuya sombra se proyecta sobre un argumento en el que ni siquiera aparece.

Son elementos de una profunda carga onírica, en un autor que como tantos de su época convivió con la eclosión del psicoanálisis. De los hallazgos de esta ciencia empapada de filosofía nacía una mirada interior que Hitchcock filmaba en secuencias tan explícitas como las de la daliniana “Recuerda” pero también en las recónditas motivaciones de personajes como “Marnie la ladrona” o los jóvenes homicidas de “La soga”. Certeramente concluye Truffaut que en la cinematografía de su colega concurren “aquellas películas en las que nos invita a seguir el itinerario de un asesino –“La sombra de una duda”, “Pánico en la escena”, “Crimen perfecto”, “Psicosis”- y aquellas otras en las que describe los tormentos de un inocente perseguido –“39 escalones”, “Yo confieso”, “Falso culpable”, “Con la muerte en los talones”-.

“Cine de situaciones y no de personajes”, resume Truffaut. Cine cargado de intenciones provisto con la habilidad insólita de sumergirse en los mecanismos de la ambición, el pavor, y la angustia. Ello requiere además de un saber de la conducta humana un sobresaliente conocimiento técnico. En las páginas de “El cine según Hitchcock” se revela el genio minucioso de un cineasta capaz de excavar un foso o de izar la cámara hasta los cielos o de construir falsos suelos de cristal con el fin de alcanzar los planos apetecidos. Hitchcock y sus trampantojos –“Era imposible no ver que todas las escenas de amor estaban filmadas como escenas de asesinato y todas las escenas de asesinato como escenas de amor”. Hitchcock y sus señuelos –“Mc Guffin”- de peso más liviano del aparente pero determinantes para el desarrollo de la trama.

De repente, transcurrido más de medio siglo, el documental “Hitchcock/Truffaut”, dirigido por Kent Jones nos plantea una lectura nueva de un libro ya legendario. Visitamos la génesis de la larga entrevista, observamos el lugar y la atmósfera del encuentro, descubrimos el arbitraje bilingüe de su traductora. Sonreímos cuando Hitchcock ordena detener la grabación al hablar del simbolismo fálico de la secuencia capital de “Vértigo” o cuando se dispone a hablar del influjo de su educación católica, nos desasosegamos al escuchar las composiciones del maestro Herrmann, asentimos en la alabanza coral de Scorsese, Fincher, o Kurosawa.

Y apreciamos el papel primordial que Jones asigna a Truffaut: los aspectos biográficos que unen a discípulo y maestro, su anhelo de demostrar que Hitchcock es mucho más que un orfebre del entretenimiento, su búsqueda del propio lenguaje artístico en una lección magistral de una semana y un día. Y la “severidad inaudita” con la que uno y otro, François Truffaut y Alfred Hitchcock, se arrojaron a retratar el mundo.

Fernando M. Vara de Rey

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