viernes, abril 19, 2024
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La voz de la catástrofe

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Un estallido de sombra y de pronto un hombre que se apresura suponen el arranque de “El hijo de Saúl”. Cine poderoso, cine que duele y que mancha, cine que es llaga y es grieta y es sobresalto.

Es el páramo de Auschwitz, la abominación por alimento, la moral cerrada por defunción. El círculo dantesco que contiene otro círculo que contra el orden de la geometría y de la decencia se envuelve en aristas. Allí penan los Sonder Kommando, las brigadas de prisioneros a los que en los campos de exterminio se imponía el trabajo forzado en las cámaras de gas. Su oficio era el engaño piadoso –“pasen, dúchense, les aguarda un plato de sopa caliente”- , el desvalijamiento de los vivos en el trance de morir,  el transporte de los cuerpos  a los hornos crematorios, la desinfección del cubículo para que vuelva a infectarse. Y al cabo también ellos condenados a la peste de la misma mazmorra: para que no hablen, para que no piensen, para que dejen allí “ogni speranza”. Son los testigos del último estrato del horror, uno y muchos Caronte cuya barca no bate las olas pero silba con humo de locomotora.

Entre ellos milita Saúl, judío húngaro: los dedos ágiles, la mirada extraviada, un aspa escarlata en el dorso como seña de su lóbrega servidumbre. Saúl camina y si se detiene le golpean, se comunica a susurros con sus hermanos de cautiverio, apenas esquiva la humillación y la ofensa. Se encoge en la soledad y el letargo y de súbito se agranda en el hallazgo o el espejismo del encuentro con el hijo muerto y resucitado y otra vez muerto. Saúl en centella, Saúl en movimiento, Saúl de los barracones a los hornos y de los hornos al pantano y del pantano a las carboneras. Y en cada instante en pos de un rabino que pronuncie el rezo que dignifica a los muertos. Saúl en su lance de rebeldía, Saúl traspasando un yermo en el que la fraternidad es transgresión.

Entre ellos milita Saúl, judío húngaro: los dedos ágiles, la mirada extraviada, un aspa escarlata en el dorso como seña de su lóbrega servidumbre 

En derredor el crujido de las llamas, la tiranía de los kapos, las pilas de cadáveres. “Piezas”, les dicen, en la misma lengua deshumanizadora en la que la identidad es un revuelto de números. Nada existe, el tiempo es un deambular donde el error y la debilidad suponen un disparo en la calavera. “Ya estamos muertos”, sentencia uno de los condenados. Yo, le creo.

Múltiples son los aciertos del realizador Lazlo Nemes, quien en semejante narración de la catástrofe conserva la virtud de la delicadeza. Su apuesta por el rodaje en 35 mm favorece una imagen más limpia, y confiere un mayor relieve a su concepción de la escena. En ella la cámara se encadena al rostro de Saúl, capta sus emociones y traspasa su propio delirio en unos duraderos planos secuencia.  El realismo a partir de su maltrecha condición humana trenza la narración, que sin embargo deja algunos espacios para la ambigüedad incluyendo un enigmático final.

La presencia de Saúl Aüslander -fuera de la tierra, el extranjero- es en definitiva constante. Géza Röhrig, poeta y profesor además de actor, encarna al desventurado Saúl de manera excelsa. Sutilmente Nemes se centra en su figura y desenfoca los elementos más atroces, no se detiene en los estragos de la muerte sino en la llamémosle rutina de los Sonder Kommando. Se vence así hegelianamente el dilema entre quienes hacen ficción a partir del exterminio (desde la brillante “La Lista de Schindler” hasta la excéntrica “La vida es bella”) y quienes defienden que evadirse al rigor de los hechos supone trivializarlos. Así opina Claude Lanzmann, director de la legendaria “Shoah”, quien alaba la intención manifiesta de suprimir la vista de los cuerpos sin vida o de las cámaras de gas.

Semejante contención se desborda sin embargo en la reproducción del sonido. Nemes prescinde de banda sonora y en su ausencia los gritos de espanto, las órdenes desaforadas, los zumbidos de metralla, se erigen en notas de una partitura beoda.

En el pre-estreno del largometraje, Géza Röhrig narró que el único Sonder Kommando aún vivo, un sefardí nonagenario de Salónica, pidió ver “El Hijo de Saúl” Dispusieron para él una proyección especial matizando la luz y rebajando los efectos acústicos: pero fue inútil, pues enseguida reconoció el hábitat pavoroso al que prodigiosamente logró sobrevivir. Así de inconfundible ha de ser la voz de la catástrofe.

Fernando M. Vara de Rey

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