sábado, abril 27, 2024
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Explotación infantil en tu móvil

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En plena revolución industrial inglesa, durante el reinado de Jorge III, los amos de las fábricas británicas se quejaron al primer ministro William Pitt de que los altos sueldos que tenían que pagar a sus obreros les impedían pagar los impuestos. “Cojan niños”, fue la respuesta de Pitt según cuentan los libros de historia, que describen esas palabras como una maldición para Inglaterra.

La idea de Pitt cuajó y miles de niños entraron a trabajar en los sectores textil y manufacturero, en explotaciones agrícolas y de todo tipo. Como obreros eran muy apreciados porque, mediante una vigilancia muy estrecha, se podía obtener de ellos un alto rendimiento por un salario mucho menor que el que cobraban los adultos.

Hoy la explotación laboral infantil es una práctica demonizada por la sociedad en los países ricos y prácticamente desterrada. Pero no sucede lo mismo en el Tercer Mundo, donde centenares de miles de niños y niñas la sufren en parte por necesidad y en parte porque hay a quien no le interesa acabar con ella. Los niños aprenden rápido a realizar cualquier tarea, son sumisos, no replican a los jefes y éstos los pueden maltratar sin miedo. De ahí que haya multinacionales que cierren los ojos ante su explotación, a la que contribuyen en ocasiones por la vía de la subcontratación de empresas locales que se encargan directamente de sacar tajada de la miseria.

Amnistía Internacional hizo público esta semana un duro informe en el que denuncia la explotación infantil en las minas de cobalto de la República Democrática del Congo. En ellas ha detectado la presencia de 40.000 niños de entre siete y catorce años, que en jornadas de doce horas y por menos de dos euros al día extraen cobalto de forma manual y cargan bolsas de piedras por estrechos túneles, sin guantes, ropa de trabajo ni mascarillas, expuestos a sufrir daños pulmonares permanentes.

¿Y por qué? Porque el cobalto es un mineral imprescindible para la fabricación  de las baterías de iones de litio que incorporan artilugios como los teléfonos móviles que todos llevamos en el bolsillo y otros como los santificados coches eléctricos.

De todo ello se deduce que el maravilloso escaparate tecnológico que nos rodea en la era digital tiene una cara oscura: las empresas que dominan ese mercado, cuyas ganancias globales superan los 115.000 millones de euros, colaboran con la explotación infantil. Muchas veces simplemente por no querer saber de dónde vienen los materiales que componen sus avanzados aparatos.

Por desgracia, el sector tecnológico no es el único sospechoso de promover esa triste realidad de miles de niños que deberían de poder pasar su infancia en la escuela y jugando. En el pasado, otras multinacionales del sector textil –también alguna española- han sido noticia por exponer a niños al trabajo de sol a sol en condiciones deplorables, con jornadas interminables y expuestos a respirar sustancias nocivas. Una labor que los debilita, que altera su desarrollo y que suele conducir a una muerte prematura.

El mero conocimiento de esta lacra ya exigiría una presión decidida para acabar con ella por parte de los países llamados avanzados. Los mismos que presumen de superioridad moral y que se permiten dar lecciones e inmiscuirse en los asuntos internos de otros estados. Los mismos donde han nacido esas grandes corporaciones que trasladan su producción al Tercer Mundo, donde los sueldos son bajos, donde no hay sindicatos, ni leyes, ni controles públicos, ni prensa libre ni una sociedad civil vigilante. Sin embargo, parece que también en la sabia Europa, en la rica Norteamérica y en lo mejorcito de Asia hay quien cree más cómodo mirar a otro lado para no molestar ni poner en peligro el negocio de sus empresas.

Pero la culpa no es sólo de las grandes compañías y de los políticos. Quien consume tecnología que lleva en su interior una carga tan siniestra y contraria a los derechos humanos también alimenta el fenómeno. Los consumidores deberían exigir a las grandes marcas transparencia sobre la procedencia de sus materias primas y a sus gobiernos leyes que obliguen a verificar el origen y las condiciones en que fueron extraídas. Y a las que no cumplan, no comprarles nada.

César Calvar

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