martes, abril 23, 2024
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El antídoto griego

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Al pensar en lo que está pasando en Grecia uno tiene la tentación de utilizar símiles inspirados en el teatro griego. Tal hace la mayoría de los que opinan sobre esas situaciones. Se refieren a las tragedias y a sus mitos, pero no tanto tal y como eran representadas, con el significado que tenían en las antiguas ciudades helénicas, como recurriendo a otras imágenes, estereotipadas y simplistas, de los principales personajes de aquellos dramas antiguos.

La tragedia griega así entendida pierde sus connotaciones sociales, culturales, y sobre todo religiosas, para transformarse en espectáculo de mero entretenimiento. No se entiende entonces que el público conozca de antemano lo que acontecerá a los personajes que aparecen en escena. Poco importa que éstos se llamen Orestes, Hipólito y Edipo, o Samaras, Varoufakis, y Tsipras. Lo esencial es que su destino está marcado a fuego. Nada puede alterarlo. Ni la voluntad de los hombres, que inútilmente se afanan, ni tampoco la de los dioses que, tal vez más sabios, se limitan a predecir el final de la tragedia.

Sin embargo, a medida que uno piensa descubre que la mejor imagen para describir lo que está pasando en Grecia no es la de un mito legendario sino la de un personaje histórico como fue Mitrídates, rey del Ponto Euxino –el Mar Negro– cuyo reino se extendía desde Anatolia y Trapisonda hasta Crimea.

Recordamos al rey Mitrídates por su proverbial don de lenguas, que le permitió dominar más de veinticinco idiomas, y también por su aprensión a morir envenenado, que le llevó a experimentar todos los tóxicos hasta descubrir el antídoto universal. Tanto es así que todavía existe en castellano el término mitridatismo para referirse a esa resistencia a los venenos que se adquiere mediante su administración paulatina y prolongada. También existe otra palabra, mitridato –caída todavía más en desuso– sinónimo de medicina o de remedio para los males del cuerpo.

Tanto Racine, en su rígida obra teatral, como Mozart, en su famosa ópera, presentan al rey Mitrídates como el gran luchador contra esa tiranía que Roma pretendía imponer a los helenos. Tras muchas gloriosas batallas es derrotado por el genio militar de Pompeyo. Al verse vencido, administra un potente veneno a su mujer y a sus hijos. Luego, con la misma substancia, intenta quitarse la vida en vano al haberse vuelto inmune a todas las ponzoñas. Sus fuerzas debilitadas le impiden también suicidarse con la espada. Al final, será el último de sus fieles soldados quien, apiadado ante tanto sufrimiento inútil, acabe compasivo con la vida del gran rey.

Mitrídates declamará ya para siempre aquello de questo cor non cederà –este corazón no se rinde– despertando la admiración y el respeto de todos, incluso de su gran enemigo Pompeyo. Quién sabe si no sería ahora el momento para encontrar entre todos una solución que, como nuevo y definitivo mitridato, sin necesidad de que se quite la vida, ni de forzar su corazón a que se rinda, remedie al fin los males de Grecia.

Ignacio Vázquez Moliní

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