viernes, abril 26, 2024
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Arbitristas y futuristas

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A raíz de la magnífica exposición del futurista Depero en la Fundación March de Madrid, a uno se le viene a la mente el recuerdo de aquellos personajes algo estrafalarios, tan habituales en la España decadente de los últimos Austrias, que fueron los llamados arbitristas. En efecto, al igual que los arbitristas, los auténticos futuristas de principios del siglo XX no sólo rompían amarras con el pasado sino que, sobre todo, proponían soluciones únicas válidas para cualquier problema global. Bastaba para ello llegar de Zurich, Roma o París, presentarse con toda decisión en los timoratos rincones del saber ibérico, ya fueran ateneos, redacciones de periódicos o las algo putrefactas academias, para romper con decisión con cuanto en ellos hubiera y comenzar desde cero a levantar ese nuevo y definitivo templo del saber que representaba el futurismo. Esta apuesta vanguardista no era sólo estética sino sobre todo vital, como puede apreciar el observador de las obras de Depero.

De la misma forma que siglos después imitarían los futuristas, los arbitristas se presentaban en la corte de los Austrias y con total desparpajo presentaban pliegos, requisiciones y exhortos en los que, con un detalle y rigor dignos de mejor causa, exponían a secretarios, validos y al mismo rey, los méritos de sus planes para acabar con las muchas calamidades que, al igual que hoy en día, por aquel entonces asolaban, devastaban y empobrecían los diversos reinos hispánicos.

Siguiendo el ejemplo de Marinetti, los futuristas italianos se lanzaron con un desbordante entusiasmo a redactar toda clase de panfletos airados y manifiestos definitivos. Sus colegas ibéricos llegaron mucho más lejos e incluso algunos, como Almada, lanzaron desde el escenario de un hasta entonces recoleto teatro lisboeta, aquel famoso ultimátum dirigido a las jóvenes generaciones en que exigía la ruptura total.

Ya ahora uno se preguntará qué es lo que con tanta vehemencia proponían los futuristas. Nada bueno, se dirán muchos. Con la perspectiva que ofrece la distancia, resulta fácil condenar ahora tanto sus ideas políticas como sus programas económicos y sociales que, en definitiva, fueron el germen de las ideologías totalitarias que irrumpieron en todo el continente apenas diez años después de que esos rompedores de la estética tradicional se pavoneasen con total desparpajo por media Europa. Algo, seguramente mucho, tendrían en común las propuestas vanguardias y los totalitarismos europeos.

Aunque quizás más inofensivos, también los arbitristas del Siglo de Oro buscaban transformar el mundo. Unos mediante decididas acciones para enfrentar problemas concretos, otros defendiendo programas globales que se aplicarían en ambos hemisferios y que permitirían establecer el paraíso terrenal.

Entre los primeros, algunos destacaban por un voluntarismo digno de aplauso, como los planes que uno proponía para desecar los fosos y pantanos que constituían la mejor defensa de los rebeldes de Flandes empleando, al amparo de la noche, miles de esponjas que se traerían del Mediterráneo. Otro, adelantándose a su tiempo con visión que haría las delicias de nuestros actuales responsables económicos, sugería que las maltrechas finanzas reales podrían enmendarse si el rey obligara a todos sus vasallos a trabajar de balde veinte días al año, transformando los secarrales de realengo en fértiles llanuras que serían el granero, no ya de las Españas, sino del mundo entero. Al recordar estos proyectos uno piensa que, efectivamente, constituyeron el auténtico futurismo del Siglo de Oro.

Ignacio Vázquez Moliní

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