sábado, mayo 4, 2024
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China en Lisboa

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A menudo se sorprenden nuestros queridos vecinos españoles, tal vez porque no son muy duchos en recordar la Historia, los numerosos vínculos que los portugueses mantenemos con Oriente, en general, y con China, en particular. En España ya nadie se acuerda de Filipinas, y mucho menos de las Carolinas, las Marianas o de la isla de Palao, mientras que nosotros mantenemos muy viva la presencia de Goa, Timor y, sobre todo, de Macao.

Existen en Lisboa dos museos muy activos que realizan constantemente toda clase de actividades para que perviva el interés de los portugueses hacia aquellas lejanas tierras. El Museo de Oriente ocupa un antiguo almacén frigorífico a orillas del Tajo. Su colección permanente, – muy criticada por los sempiternos cicateros del mundillo cultural-, incluye entre otras muchas joyas uno de los mejores biombos japoneses que se conservan en Europa. Dispone también, por cierto, de una excelente y tranquila terraza desde la que se disfruta la escapada de nuestro río hacia el fiero océano, en la que uno, entre café y café, puede perder la mañana muy a gusto. El Museo de Macao, en la Rua da Junqueira, de camino hacia Belém, es una joya que conserva todo lo bueno de aquel enclave portugués en China. Allí son numerosísimas las charlas y conferencias sobre todo tipo de asuntos orientales. Las clases de mandarín también contribuyen poderosamente a mantener vivo el interés de nuestros jóvenes hacia aquel gigante asiático.

En las casas portuguesas tradicionales, las puntas de los tejados se rematan con una especie de florecilla puntiaguda de cerámica que no es sino copia de las que decoran los de las pagodas de Oriente. También son herencia directa de China nuestros omnipresentes azulejos, al igual que los servicios de porcelana que seguimos utilizando para tomar el té, al que en portugués, igual que en chino, llamamos chá.

Por cierto que en esa hermosa lengua que es el mandarín, que muchos creen todavía más difícil de lo que en realidad es, para así descartar sin remordimiento alguno cualquier acercamiento siquiera sea a sus más simples rudimentos, nuestro país se denomina Pú Tao Yá, que sería algo así como la tierra donde crecen las vides.

No es que uno a estas alturas de la vida, con las neuronas cada día más perezosas, haya querido hacerse sinólogo. Estas observaciones son fruto de las anécdotas y cosas que me cuenta en las largas y algo perezosas sobremesas del Grémio Literário mi buen amigo Tiago Mello, uno de nuestros últimos altos funcionarios en aquella recoleta administración que Portugal mantuvo en Macao hasta comienzos del siglo XXI. También por su influjo a uno le vienen algunas manías chinescas, como la de coleccionar las hermosas cajas de aquellos puntiagudos sombreros que usaban los altos dignatarios imperiales, o las fundas de gafas forradas con piel de raya o de tiburón, y que hoy en día ya casi nadie recuerda que se llama galuchat por haber sido uno de mis compatriotas, apellidado Galucho, el que en el siglo XVIII comenzara a utilizar en Europa la por entonces tan común técnica de curtido en las costas de la legendaria China.

Rui Vaz de Cunha

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