jueves, abril 25, 2024
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Rasgos difuminados

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Al cabo del tiempo no recordamos con la nitidez necesaria algunos personajes que marcaron, parecía en aquel entonces que de forma indeleble, el curso de nuestras lecturas. No es que se hayan perdido por completo. Se encuentran, antes bien, difuminados en el fondo de la memoria. Es como si se hubieran extraviado por los rincones más oscuros del recuerdo. Deambulan por sus confines, envueltos en una espesa niebla, hasta que al azar de otra lectura, de una charla inesperada, o tal vez de una melodía a la que uno apenas presta atención, surgen de repente y nos dicen que en realidad nunca se marcharon.

Como si contempláramos un retrato recién pintado, observamos de nuevo todos y cada uno de los rasgos que caracterizaban a aquel personaje que hasta entonces creíamos olvidado para siempre. Es lo que a menudo ocurre no tanto con los protagonistas como con los que apenas se vislumbran unos instantes para desaparecer después, obedeciendo los designios del autor, en el fondo de una historia de la que han dejado de formar parte.

Es el caso del insigne doctor Sangredo, magnífico ejemplo que ilustra apenas unas páginas de las estupendas y voluminosas aventuras del bueno de Gil Blas de Santillana. Tal vez no sean muchos, y es una auténtica lástima, los que hoy en día han leído la obra de Lesage y todavía más escasos aquellos que recuerdan la profunda sabiduría de tan ilustre médico. Para todos los demás, diremos que Gil Blas, por azares de la vida picaresca, había pasado de estudiante en Salamanca a salteador de caminos y, luego, a criado de multitud de amos, el siguiente más maniático y roñoso todavía que el anterior.

Uno de éstos fue precisamente nuestro olvidado doctor Sangredo, tal vez no el mejor remedio para la curación de los males de aquel ilustre siglo, pero sí eficaz alivio definitivo de los muchos padecimientos de sus pacientes. La depurada técnica médica que, independientemente de la enfermedad de que se tratara, aplicaba el sabio galeno consistía en suministrar, en dosis cuanto más abundantes mejor, ese disolvente de todos los males, ese remedio simpar, esa panacea universal, que es el agua de la fuente. El doctor Sangredo, hacía beber cantidades inimaginables a todos y cada uno de sus pacientes. Cuando era necesario, el propio Gil Blas sujetaba con fuerza al enfermo que se negaba a seguir tan benéfico tratamiento. Al cabo de pocos días el remedio surtía efecto. El paciente dejaba de sufrir, eso sí, ya para siempre, de ésa y de cualquier otra calamidad, permitiendo al buen médico acudir raudo en socorro del siguiente enfermo.

Uno se pregunta por qué será que el hasta ahora durmiente doctor Sangredo ha resurgido de repente en la memoria. Seguramente no sea por ningún nuevo libro, ni por la charla distendida de esta mañana con un par de amigos, ni mucho menos por la melodía repetitiva del vals número dos de Shostakóvich, que transmitía la radio del coche. Tal vez sea, me aventuro a especular, por alguna noticia que he leído en la prensa, o incluso por haber visto una fotografía del insigne nefrólogo que acaban de nombrar consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid.

 

 

 

 

 

 

 

     

 

Ignacio Vázquez Moliní

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