viernes, marzo 29, 2024
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¿Qué hacemos con las autonomías?

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El tinglado ruinoso de las autonomías amenaza con derrumbarse sobre nuestras cabezas y esa es ahora la pregunta: ¿Qué hacemos con ellas? Al estado de las autonomías se le llamó “café para todos” en la etapa constituyente. Fue entonces una solución inteligente encaminada a disolver en un océano de descentralización administrativa el ácido de las reivindicaciones nacionalistas de vascos y catalanes. En aquellos tiempos aún se miraba con el rabillo del ojo a los generales franquistas con mando en plaza y encajar el federalismo republicano en la nueva constitución resultaba ser un gravísimo problema. Y así fue como se acoplaron los estatutos de las llamadas comunidades históricas, las célebres nacionalidades del título octavo, en el puzle del nuevo mapa de España.

Se establecieron dos mecanismos distintos, el primero de ellos destinado a Cataluña, las Vascongadas y Galicia, al que se denominó vía rápida, y el segundo para todas las demás. Cuando todo parecía bien cosido y el traje le sentaba muy bien al muñeco, se descosió por Andalucía. La UCD de Adolfo Suárez, tuvo que incluir a la región sureña en el club de las elegidas, aunque algunas provincias orientales no querían saber nada del centralismo sevillano. Cuadrar el círculo no era nada sencillo. Tuvieron que añadir el histórico Reino de León a Castilla La Vieja, desgajando Santander, que siempre fue el puerto de Castilla. Como los leoneses no tragaban, y con razón, al invento se le bautizó con el apañadito nombre de Castilla y León (no olvidar nunca, por favor, la conjunción y). Más complejo fue cerrar el reparto territorial en el centro peninsular. Madrid era la cuestión. Donde se colocara la capital y su zona metropolitana no volvería a crecer la hierba autonómica. Convirtieron a Madrid en Comunidad de Madrid, y todo arreglado. Con todo lo que quedaba alrededor de Castilla La Nueva y una porción del Reino de Murcia estaba servido el pastel. El truco consistió en juntar La Mancha de don Quijote, la Alcarria de don Camilo José Cela y las tierras levantinas de Albacete, con sus tamborradas y sus fiestas de moros y cristianos. El apelativo no presentaba complicaciones: Castilla-La Mancha (no se olviden, por favor, del poner siempre el guión). ¡Oiga que en Almansa se habla catalán! Y en Requena hablan castellano, y hemos incluido a la ciudad en la Comunidad de Valencia.

Ya saben todos ustedes cómo terminó la historia que les cuento, incluso se enseña en las escuelas. A partir de todo aquello ha llegado el presente que tanto nos preocupa. Es cierto que se aproximó a los ciudadanos el gobierno de los asuntos más cercanos y cotidianos, pero también es verdad que se disparató todo el proceso. El amejoramiento igualitarista de los estatutos y la transferencia de competencias fundamentales a cada una de las regiones, ha provocado una selva de normativas legales y unos costos inasumibles por un estado debilitado por la crisis económica. Mientras hubo fondos suficientes todos aplaudimos las iniciativas de los gobiernos autonómicos: más y más infraestructuras y autovías comarcales, hospitales por aquí y por allá, universidades y campus en cada pueblo, ciudades de las artes y las ciencias, orquestas sinfónicas por doquier, servicios sociales variopintos y entidades públicas infinitas. Quince autonomías más las ciudades de Ceuta y Melilla, miles de parlamentarios y centenares de consejerías y delegados provinciales, y cargos públicos incontables; todo ello superpuesto sobre las plataformas institucionales, nacionales, provinciales y locales.

Cada presupuesto era superior al anterior mientras descendían los ingresos y se congelaban los impuestos. Cuando Bruselas mandó parar, el gobierno de Zapatero pisó el freno, pero las locomotoras autonómicas llevaban una velocidad de crucero y cuando quisieron aminorarla en la caja no había más que deuda pública y facturas sin pagar. Ha manifestado el Presidente de Cantabria que no le gusta administrar la miseria y que le gustaría devolver al Estado la responsabilidad de gestionar la sanidad pública. Otros presidentes se preguntan, y lo sé de buena tinta, cómo van a reducir el déficit hasta la cifra impuesta por el gobierno central de Mariano Rajoy. Se imaginan rodeados por votantes iracundos en manifestaciones permanentes, indignados por las prestaciones sociales que tuvieron y ahora no tendrán. Es preciso racionalizar el sistema o replantearnos seriamente si tiene ya algún futuro. Lo peor de todo esto es que, después de levantar entre todos el entramado autonómico, los nacionalistas vascos y catalanes siguen incómodos en la casa común que se levantó para ellos. Toda una paradoja.

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Fernando González

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