sábado, abril 20, 2024
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El hombre que perdía los trenes

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Era yo un aprendiz de periodista cuando mi jefe Iñaki Gabilondo me mandó al Congreso. Se trataba de confirmar que los padres de la patria se habían embarrancado en la redacción del borrador constitucional. Encontré a Fraga apurando su cafelito en la antigua cafetería del Palacio. Me acerqué a él con toda la cortesía y el aplomo que fui capaz de reunir en muy pocos segundos. “Don Manuel buenos días, me gustaría hablar con usted de algunos rumores que se han filtrado en la últimas horas”. Me miró de arriba abajo y antes de que pudiera terminar, me interrumpió con brusquedad: “¿Dónde trabaja usted?”. Le contesté con la misma rapidez: “Trabajo en la SER”. “¡Acompáñeme!”, atronó Fraga. Pagó el café y agarró su carterón. A buen paso desfiló por los pasillos de la Cámara. Subimos y bajamos escaleras, yo a su izquierda y un paso atrás, hasta que llegamos a la biblioteca. “¡Espéreme aquí!”, ordenó Fraga mientras señalaba un banco de nogal tapizado de terciopelo granate. Aguardé más de una hora al político gallego preguntándome si se había olvidado de mí. La puerta se abrió repentinamente y Fraga reapareció cargado de libros. “¡Ayúdeme!”. Sin mediar palabra descargó sobre mis brazos abiertos parte de la carga. Emprendimos otro paseo por los vericuetos del Congreso y yo como un sherpa, cargado de volúmenes, le seguía sin saber dónde terminaríamos. Llegamos finalmente a su despacho. “¡Deje los libros en la mesa baja!”. Lo hice sin rechistar. Cerró con llave la puerta y nos acomodamos en la bancada más próxima. “Usted me dirá” me apuntó mientras apoyaba las manos en sus rodillas. “Me gustaría confirmar que la discusión se ha parado en el Título Octavo”. “¡Sobre ese tema no voy a hacer ningún comentario. Buenos días!”. Se levantó y escapó balanceándose de derecha a izquierda como si fuera una batea de mejillones flotando en las aguas del mar. “No deberíamos abrir el portillo a los que quieren desmembrar España”, me pareció escucharle mientras se alejaba.

Desde entonces le traté muchísimas veces en más de treinta años de acontecimientos políticos: en los repetidos fracasos de Alianza Popular, en la ascensión y caída de sus discípulos Jorge Verstrynge, Miguel Herrero y Hernández Mancha. Le perseguí también cuando llegaron Aznar y sus delfines desde los páramos castellanos y cuando le exiliaron al refugio dorado de la Xunta de Galicia. He viajado con él por media España, compartido sus queimadas nocturnas y los manjares excelsos de las Rías Bajas, que él se zampaba sin pestañear. Todos cambiábamos y Fraga permanecía inmutable: trabajador, estudioso, metódico, temperamental, autoritario y desconsiderado con sus fieles y buen padre de familia. Tampoco modificó nunca sus planteamientos políticos. Fue un centralista acérrimo solamente tamizado por el galleguismo natural que profesaba, partidario de los estados fuertes y de la planificación de la economía nacional. No fue un liberal en el sentido estricto de la palabra y siempre defendió la existencia de un sector público fundamental, por eso analizó con recelo y disgusto la privatización de compañías públicas en sectores como la energía, los transportes, las telecomunicaciones y las finanzas. Seguramente tampoco le habrá gustado nada, en los últimos días de su vida, que se hablara de vender a la iniciativa privada una de sus obras más queridas: Paradores Nacionales.

Fraga fue un hombre que siempre perdía el tren. Cuando se desempeñó como embajador en Londres y quiso fotografiarse luciendo aquel bombín tan británico algunos le consideraban la gran esperanza “blanca” y seguían sus pasos al detalle con la esperanza de que encabezara el cambio en España, con Franco o sin él. Fuese y no hubo nada de nada. Cuando ETA acabó con la vida de Carrero Blanco, muchos pensaron que le había llegado la hora, pero el general eligió a Carlos Arias Navarro, que llegó acompañado de su “espíritu de febrero” y una apertura de comedieta.

Cuando el dictador murió, e incluso algunos años antes, los jóvenes cachorros del régimen se calzaron las zapatillas deportivas para situarse en la línea de salida de la carrera por el poder sin Franco. Fraga se quedó inmóvil, rodeado de dinosaurios franquistas y de ultramontanos de sacristía que le convencieron para empuñar el banderín de enganche de un proyecto político que abortó el mismo día que todos ellos se fotografiaron juntos. Cuando el Rey tuvo que elegir, aconsejado por don Torcuato, eligió a Suárez de piloto de la Transición, y Fraga se quedó como la Penélope de Joan Manuel Serrat, sentadito en un banco del andén. Había perdido otro tren y ya no había más servicio.

Fraga tenía reservado su asiento en el ferrocarril de la historia, pero dada su inveterada costumbre de perder el tren tendrá que esperar a que el revisor del tiempo le indique dónde se tiene que sentar.

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Fernando González

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