domingo, mayo 5, 2024
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El salvavidas familiar

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Esta semana me encontré a un amigo al que hacía tiempo que no venía. Entre otras confidencias me comentó que su hijo había vuelto a casa. ¿No estaba muy bien colocado en una empresa de ingeniería informática? – le pregunté extrañado-. “Comenzaron a despedir a la gente y este verano le tocó a Juan”. Los pobres habían desmontado la habitación de Juan para que la madre instalara allí un despachito para sus pequeñas cosas. Ahora Juan se acomoda en su antiguo dormitorio de adolescente y su hijito, fruto de una convivencia fracasada, disfruta encantado con su nueva familia. “Donde comen dos, comen cuatro y lo importante es que todo esto mejore y Juan pueda vivir nuevamente su vida como quiera” – concluyó resignado mi compadre-.

La  historia de Juan, tan real como los malos tiempos que padecemos, es una más de las muchas que se cuentan a poco que usted pregunte en su círculo más próximo. Aquí nos independizábamos tardíamente y la tradición señalaba el mismo camino a todos: del hogar familiar al pisito de recién casados, bien entrados ambos en la veintena, empleo fijo y algún dinerillo en la cartilla de ahorros. Ese era el itinerario vital. No había vuelta atrás y los que se quedaban en casa al cuidado de sus padres recibían el dudoso calificativo de solterones. Me refiero a épocas pretéritas superadas por la evolución trepidante de la sociedad española. Los años de bonanza económica y una formación profesional como nunca tuvimos empujaron a nuestros hijos a la emancipación temprana, tan aplaudida y envidiada por nosotros.

Se fueron con la sonrisa iluminándoles la cara, tentados por los salarios que colgaban del milagro nacional y los créditos basura que les vendieron ejecutivillos de poca monta en cualquier caja esquinera. Se alquilaron el apartamento o se lo compraron, lo amueblaron y se dotaron después de todo aquello que se les antojaba imprescindible para mantener una vida libre e independiente. Al poco tiempo, sin que ellos y nosotros intuyéramos lo que se nos venía encima, reventó el grano de la crisis y se encontraron de la noche al día con una deuda que no podían pagar. Algunos han aguantado como han podido, otros han salido a flote y muchos más han empaquetado en cajas lo que pudieron salvar del desastre y han amarrado en el muelle abrigado de su familia. Los mejor preparados solo necesitan descansar, recomponer la figura, esperar a que el viento vuelva a soplar de cola e intentarlo de nuevo. Los chavales que dejaron los estudios engañados por los cantos de sirena del trabajo sin cualificar y los salarios de oro, lo tienen crudo. Parados, sin oficio ni beneficio, permanecen agarrados a la mesa paternal donde cada día se les sirve la sopa boba. Contemplan perplejos y deprimidos la nada que les ofrece el futuro y no tienen fuerzas ni ganas de nuevas singladuras.

El Estado debería levantar un monumento a la familia en todas las plazas públicas y el gobierno, por su parte, tendría que valorar muy bien las medidas que piensa adoptar y no apretar más las clavijas a todos aquellos que todavía se mantienen a sí mismos y han sido capaces de lanzar un salvavidas a sus hijos y sus nietos víctimas del naufragio general.

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Fernando González

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