sábado, abril 20, 2024
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Termómetros de pescado

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Las almadrabas proporcionan uno de los espectáculos más estremecedores que conozco. Funcionan entre mayo y junio a lo largo de la costa mediterránea –se trata de capturar los gigantescos atunes rojos que visitan el Mediterráneo para aparearse-, aunque las más notables están en los litorales de Huelva y Cádiz. La primera vez que pisé una fue hace unos 25 o 26 años en Barbate, la mayor de todas. Un montón de barcas rodean el copo -una sala en las que van quedando atrapados los atunes- y desde ellas se van levantando las redes, achicando el espacio disponible para los atunes.

Poco a poco, las piezas que se agitan en el agua son subidas a las barcas con la ayuda de bicheros. El agua se llena de espuma y se tiñe de rojo, mientras algunos pescadores se adentran en el copo, caminando sobre las últimas piezas. Una exhibición increíble que encierra algún espectáculo menor.

El más llamativo era el del japonés que había en cada barca del copo (los congeladores japoneses esperaban anclados en batería frente a la propia almadraba). Examinaba cada atún que subía a su barca, le hincaba un extraño aparato y les hacía una marca. Pregunté y me explicaron que el artilugio era un medidor de mercurio. La función del japonés era decidir que atunes tomarían el camino del mercado de su país y cuales quedarían para el español. Para ellos las piezas más enteras y las que cumplían la reglamentación japonesa sobre el contenido de mercurio admitido en la carne del pescado. Para nosotros el resto.

No era un gran problema para nuestro mercado, porque este se limitaba a unos poquísimos restaurantes repartidos por el litoral –el más importantes de todo fue siempre Casa Torres, en Barbate- y alguna conservera que aprovechaba el morrillo del atún rojo, pieza despreciada por el mercado japonés.

Así empezó nuestra relación reciente con el atún rojo –la otra, la histórica se remonta veintitantos siglos atrás-; a través de atunes que la legislación sanitaria prohibía consumir en otros lugares del mundo.

Hace veinticinco años los mares, cercanos y lejanos, sufrían las consecuencias de la contaminación industrial. A ellos se unían los desechos de los barcos, restos de carburantes, aceites industriales, productos químicos derivados de la limpieza de los depósitos… Era una situación preocupante, pero no era nada comparado con lo que hoy nos aguarda nada más cruzar las primeras olas de la orilla.

Hemos convertido nuestros mares en gigantescos estercoleros y la naturaleza empieza a pasarnos factura. Los metales pesados que echamos al mar –mercurio, cadmio…- entran a formar parte de la cadena alimentaria de las especies marinas y se acumulan de forma especial en los animales más longevos, que suelen ser los de mayor tamaño: atunes, emperadores, peces espada, tiburones y otros parientes.

Un estudio hecho hace cuatro años en los sushi bar de las principales ciudades norteamericanas ofrecieron resultados tan alarmantes como los hechos públicos en días pasados por el Ministerio de Sanidad. Las consecuencias son de tal calado que obligan a replantearse la naturaleza de nuestra dieta alimentaria.

En pequeñas cantidades, los metales pesados no afectan al cuerpo humano que se ve, sin embargo, incapacitado para eliminarlos de forma espontánea. El mercurio o el cadmio generan problemas similares a los provocados por el plomo, el arsénico y algunos más. Cuando el consumo acumulado supera un determinado nivel, empiezan los problemas.

Hoy, las grandes especies del mar –empieza a demostrarse que también son las más peligrosas para el consumo humano- viven amenazadas por la voracidad de una plaga de restaurantes carentes de ningún compromiso con la cocina y del menor respeto al medio que los rodea. Sus aliados son los llamados “granjeros”. Uno de ellos, el grupo Balfegó ha estado entre los primeros en levantarse contra el informe ministerial. Balfegó mantiene varias “granjas” de atunes en la costa de Tarragona.

El sistema es muy sencillo. Cuando los bancos de atunes entran al Mediterráneo, los barcos cerqueros los rodean con redes, instalan una estructura metálica a su alrededor y los trasladan a donde consideran oportuno. Allí serán alimentados con piensos y privados de movimiento hasta que el mercado reclame su carne. No tendría nada que objetar si no fuera por dos detalles nada pequeños: esta práctica impide la reproducción de los atunes y ha colocado la especie al borde de la extinción.

Entre aquellas 18.000 toneladas que se capturaron hace más de veinte años en Barbate a las trescientas y pico actuales media un universo marcado por prácticas similares a las empleadas por el Grupo Balfego.

El informe del Ministerio de Sanidad llega tarde, pero merece la pena tenerlo en cuenta. Las reacciones de los responsables de la extinción del atún rojo también llega a tiempo: todavía se pueden prohibir sus actividades.

 

 

«El fogón de Ignacio Medina»

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