Había sido una noche completa. Habíamos cenado. Habíamos bailado. Y habíamos decidido tomar la última copa en el piso de ella.
Después, tres pisos de ascensor eternos. Con la calentura en los ojos. Y en las manos. Y en los labios.
Tras abrir la puerta, la abracé por detrás y mi sexo se estampo contra sus nalgas. Ella se dejó hacer. Yo la besé en el cuello. Su punto débil. Se volvió loca. Se dio la vuelta y me besó como hacía tiempo que no me besaban. Un beso eterno. Húmedo. De los que pierdes la noción del tiempo y sólo la falta de aire te devuelve a la realidad.
Ya no importaba la última copa. Ni apetecía Me cogió de la mano y me llevó a su cama.
Según avanzábamos, ella se iba desnudando. Me llamó la atención el contraste de sus medias negras y sus braguitas blancas. Cuando llegamos a la cama ya sólo le quedaban las medias y el sostén. Yo intenté desnudarme torpemente… Estaba demasiado encendido y no atinaba. No sabía si quitarme antes la camisa o los pantalones. Por fin, me quedé desnudo mostrando una tremenda erección y me acerqué a la cama donde ella ya estaba tumbada.
Cuando comencé a mover mis manos sobre su cuerpo, a besarla y a intentar penetrarla, me apartó con un gesto y me pidió que me tocara… Tócate, por favor… Me sorprendió la petición pero la obedecí…
Al verme, abrió las piernas y empezó, a su vez, a tocarse ella. Yo lo hacía despacio. Ella, frenéticamente…
Me quise acercar de nuevo… Y de nuevo me pidió por favor que siguiese tocándome… Y obedecí otra vez… Unos segundos después gritó como poseída en un orgasmo que me pareció interminable.
A continuación cerró las piernas. Se dio la vuelta y se quedó como dormida ofreciéndome sus nalgas. Entregada. Para lo que yo quisiera. Pero yo estaba tan sorprendido que no tenía suficiente dureza para hacerlo.
Memorias de un libertino