Aurelia, aquella amable señora, pasó otra noche sin dormir, vivió un día más sin escuchar el sonido de la mareta y vislumbró su horizonte cegada por la lejanía. Esa mujer maravillosa, entre estertores y sueños estériles, aspiró el olor de una flor marchita instantes antes de desvanecerse. Su corazón, en vela, dejó de impulsar sangre, mientras él, su verdugo, inclinaba la cabeza sobre su pecho.
Desde hacía mucho tiempo se encontraba paralizada entre los brazos de un hombre que nada podía ni sabía hacer por ella. A pesar de que las caricias de su esposo se habían vuelto dolorosas, la Sra. Aurelia luchaba por conservar su frágil independencia y recordaba, asiéndose a lo único hermoso que le quedaba, aquellos buenos momentos vividos por ambos.
En las cada día más numerosas ocasiones en que él la golpeaba, Aurelia lloraba frente al tocador y, después de observar el reflejo de su imagen, desesperada y rota, pensaba en huir; sin embargo, las manos de su marido llegaron a someterla y, como una sombra de lo que fue su persona, terminaba regresando, aturdida, al lecho conyugal.
Permanecía sumida en un pensamiento inerte, quedarse o marcharse, náufraga entre dos aguas que zarandeaban su cuerpo reducido a añicos, sobre el propio eje, siempre en la misma posición, entre la corriente de sus vacilaciones, con su soledad cada vez más profunda, con su vida sin sentido y su callado dolor.
A la Sra. Aurelia le temblaban las manos y el insomnio despejaba su inconformismo sometiendo su voluntad. Se veía a sí misma incapaz de encontrar una solución y justificaba, con lecciones aprendidas en su rancia educación, la razón de su calvario. Sin darse apenas cuenta deambulaba hacia su final, con una lóbrega garra sobre su hombro, con una mácula en la piel que no desaparecería jamás.
A golpes se le borró su nombre de la mente, a golpes, aquella amable señora, no volvió a dormir nunca.
Mariam Budia