La mala imagen económica de España es culpa nuestra, no de los que nos observan con preocupación o incluso con antipatía. Tampoco es un fenómeno británico, por mucho que por Londres hayan comenzado los viajes oficiales de explicación y árnica. La mala imagen económica, más allá de los matices o la falta de ellos de las comparaciones con otros países, está, en primer lugar, en la burbuja en la que hemos vivido, achacable a este Gobierno y a los anteriores, y de que nos riéramos ufanos de quienes ponían el dedo de las dudas sobre la llaga de nuestro monumental teatro. Entonces no nos quejábamos, ni pedíamos coherencia y seriedad, e incluso, también los particulares, queríamos pensar que las advertencias del Banco de España sobre el mercado inmobiliario y el endeudamiento de las familias eran cosa de aguafiestas.
La mala imagen se ha acrecentado por la pasmosa circunstancia de que el Gobierno, ante o contra los hechos, haya querido sostener el «milagro económico español» sin reparar en la crisis y en que la crisis revelaba nuestras deficiencias estructurales. Y aún más cuando, al aceptar -aunque a menudo sólo sea tácitamente- que la situación es penosa, la resistencia a las reformas todavía se sostiene. Lo que precisa cirugía se pretende solucionar con una cura superficial, lo que exige seriedad y claridad (único modo de generar confianza) se quiere solventar con anuncios improvisados, poco detallados y a menudo incoherentes con lo que se ha propuesto días antes o se va a proponer mañana. Es decir, la mala imagen, que afecta a inversores, instituciones europeas y agencias de calificación, nos la hemos ganado y ahora nos pesa como una losa. El empeño de zafarse inútilmente de ella buscando conspiraciones o exigiendo el silencio de los críticos la hace más patente. Más valdría, por tanto, ponerse a trabajar, sin negar los males y las dificultades, para plantear una seria y concreta terapia de choque. No hay más remedio.
Germán Yanke