sábado, mayo 4, 2024
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Gadafi o el ocaso de los dioses

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Cuando se esperaba que Muamar el Gadafi fuese detenido en el asedio de Sirte, que ya duraba cerca de dos meses, y enjuiciado como otros dictadores derrocados por la Primavera Árabe, surge la noticia sorpresiva de su fallecimiento. Con este anuncio de la muerte del líder libio se cierra un ciclo de la Historia de Libia, con repercusiones internacionales importantes. Gadafi no era un dictador discreto, precisamente, que se dedicara a enriquecerse y a exprimir a su pueblo con el beneplácito o no de los países occidentales. Su propia personalidad carismática, que rozaba incluso el ridículo, sentó las bases de un régimen que ha aterrorizado a Libia y al mundo durante 41 años. El golpe de estado contra el rey Idris I en 1969 encabezado por el coronel Gadafi fue una más de las destituciones violentas de las que ha estado salpicada la evolución de los países africanos y árabes desde su independencia del poder colonial. Sin embargo, el régimen, que surgió en el contexto del panarabismo y el socialismo árabe que lideraba el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, tenía pretensiones de ser exportado. Gadafi, al estilo de Mao, en los tres tomos de su Libro Verde (1975-1979) sentó las bases de la Yamahiriya o Estado de las Masas, sistema político único en el mundo que suponía un reparto de poderes entre asambleas a distinto nivel y las tribus, que son un elemento muy importante en Libia. Esta apuesta por la democracia directa en contraposición de la democracia liberal condujo desde finales de los 70 a convertir a Gadafi en un símbolo del antiimperialismo y anticolonialismo, encabezando el Movimiento de Países No Alineados que se oponía a cualquier tutela proveniente de ambos bloques de la Guerra Fría. También mantenía un papel relevante en la Liga Árabe y fue fundador de la Unión Africana, que llegó a presidir en 2009-2010. Una de las orientaciones principales del régimen gadafista fue la de mantener una confrontación viva contra Occidente, bien de forma directa en sus numerosos discursos y alianzas, bien de forma indirecta, subvencionando de forma secreta a grupos terroristas que atentaban internacionalmente (p. e. Atentado de Lockerbie en 1988). Los años 80 supusieron un duro correctivo hacia Libia mediante medidas de bloqueo internacional y los conocidos ataques aéreos de 1986 por parte de la Aviación estadounidense mandada por el presidente Reagan. No obstante, este feroz desafío del coronel hacia los países occidentales fue frenando con los años. Quizá para conseguir perpetuar el régimen en vista de su falta de apoyos, a finales de los 90, se escenificó la redención del hijo pródigo y el acogimiento en la “comunidad internacional”. Éste fue el momento de los grandes compromisos comerciales del gas y petróleo libio, especialmente con Italia y Francia, cuyos réditos revertían en inversiones faraónicas para consolidar el culto del líder, en la represión del Estado hacia los ciudadanos libios y la dependencia económica del exterior.

Sin embargo, Gadafi siempre fue visto con recelos y aún hoy acumulaba demasiados enemigos para sobrevivir. La Guerra Civil desencadenada en Libia por el Consejo Nacional de Transición, respaldada decisivamente por la OTAN, ha supuesto un definitivo ajuste de cuentas al coronel que finalmente ha acabado con su vida. Su perfil de tirano loco y extravagante no tiene que hacernos perder de vista su legado político, que supone el fin de una era. Con Gadafi muere una forma de dictadura a la altura de los regímenes atroces de Idi Amin o Mobutu Sese Seko. Los tiranos mueren (o lo matan) y con ellos mueren su mundo. ¿Es ésta la victoria de Occidente sobre un opositor histórico o la victoria del pueblo libio por la libertad? Parece que ambas cosas o quizá, ninguna. Los egoístas intereses internacionales pugnarán ahora por repartirse la tarta de los hidrocarburos a cambio de la aceptación de la Nueva Libia. Occidente no quiere perder su influencia sobre Oriente Medio y el Magreb, influencia mejor garantizada en el caso de regímenes autoritarios que censuran y reprimen a cualquier elemento disidente que en gobiernos libres salidos de las urnas.

El pueblo conseguirá una ansiada constitución ligada a la democracia liberal aunque la ley islámica o sharia será la principal fuente del ordenamiento. El destino de los libios de nuevo está en el aire, como en el caso de sus vecinos tunecinos o egipcios. No hay nada seguro sobre su futuro salvo que la muerte de Gadafi, a pesar de que estaba muerto políticamente desde el año pasado, es el prólogo de un nuevo escenario. Surgirán en el Norte de África democracias emergentes débiles con amplio apoyo popular e internacional y de recorrido aún incierto. Estamos en el incipiente desarrollo de la nueva política árabe en sus eternos vaivenes entre el aperturismo modernizador y el islamismo conservador. No obstante el miedo a gobiernos débiles o dirigidos por partidos islamistas no debería impedir las reformas democráticas. La Primavera Árabe se está encargando de limpiar las repúblicas del Norte de África y Oriente Medio, pero ¿hay garantía de cuál será el carácter de los nuevos sistemas? Desde la distancia se tiende a homogeneizar la realidad. Es mucho más cómodo no entrar en matices cuando lo importante es aproximarse a una idea compleja. También esto ocurre con la mirada que desde Occidente lanzamos al Mundo Árabe cuando existen movimientos no previstos que sorprenden a todo el panorama internacional. Esta tendencia a suavizar diferencias convierte en un bloque uniforme un conjunto heterogéneo de más de una veintena de países con sus características, sus idiosincrasias particulares y sus propias evoluciones políticas. Las revueltas pueden ser asimilables pero nunca idénticas, ni en origen, ni en destino, ya que el apoyo interno, la estabilidad, la laicidad y el nivel de desarrollo varían considerablemente en cada uno de los estados árabes. Tendremos que esperar para conocer los pormenores de la transición del gobierno provisional libio, y así conocer la dirección emprendida de las reformas. Por cómo se han sucedido los acontecimientos, con la muerte de muchos civiles de uno y otro bando, no considero que el pueblo libio admita nada que traicione sus legítimas expectativas. Sin embargo, para obtener un camino verdaderamente estable hacia la democracia será necesaria la conjunción de todas las fuerzas nacionales, incluidos islamistas y exgadafistas, ya que cualquier excepción a esto alimentaría aún más el radicalismo antidemocrático. Parece ser que las reformas pretenden seguir el modelo político de Turquía, donde se ha producido un limpio traspaso de poderes, producto de las urnas, de las fuerzas nacionalistas a las islamistas sin que se hayan implantado preocupantes reformas radicales. Tendremos que apelar así al sentido de estado del Consejo Nacional de Transición para acometer medidas que implementen la democracia y el desarrollo de Libia. Gadafi ha muerto, como murieron otros dictadores, fruto del descontento del propio pueblo que lo alzó al poder. Ahora sólo queda esperar que la política libia, y árabe en general, entierre la tiranía junto con sus tiranos y mire con esperanza al futuro. Por su pasado reciente, bien se lo tienen merecido.

Moisés García es doctorado en Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid y experto en Oriente Próximo.

Moisés García Corrales

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