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¡Están locos estos israelíes!

Lo peor de los brutales ataques de Israel a la franja de Gaza son los muertos, claro: unos 400 palestinos -una gran parte de ellos, civiles- y un gran trofeo de caza, el líder de Hamás Nizar Rayan, más mujer e hijos; también hay que contar los israelíes asesinados por los cohetes de Hamás, doce en total desde que Israel se retiró de la franja de Gaza hace tres años. Hay guerras cuya brutalidad puede comprenderse, aunque no se justifique, si consiguen sus objetivos, pero en el ataque israelí a Gaza concurren tanta ferocidad y tan poco sentido, que resulta inevitable verlo como un acto de crueldad en estado puro. La indignación mundial suscitada por los bombardeos responde a la sensación de que se trata de una locura dictada por la arrogancia, la prepotencia y el cálculo electoral.

¿Realmente cree Israel que sus bombardeos indiscriminados van a acabar con Hamás? ¿Puede considerar siquiera plausible el crimen de guerra como método para diezmar el apoyo que le profesan la mitad de los palestinos? Lo más probable es que resulte contraproducente: como le ocurrió a Hezbolá tras los bombardeos sobre Líbano en 2006, es fácil que la imagen de Hamás salga reforzada de esta escabechina. Tampoco hay motivos para pensar que una matanza pueda incitar a Hamás a cambiar sus ideas sobre la destrucción del Estado de Israel, ni tan siquiera a persuadirla de la necesidad de un diálogo de paz.

No es casual que para encontrar una saña semejante a la de los ataques de estos días haya habido que remontarse a la Guerra de los Seis Días. Entonces, la fulgurante victoria de Israel no sólo le sirvió para imponerse sobre Egipto, Siria y Jordania, además de ocupar Cisjordania y la franja de Gaza, sino que cambió radicalmente la imagen que el país tenía de sí mismo. Como explica Tony Judt en Sobre el olvidado siglo XX: "La irritable inseguridad que había caracterizado al país en sus primeras dos décadas se transformó en ufana autosatisfacción".

La mera mención de la fecha de 1967 evoca para los israelíes el momento en que empezaron a sentirse seguros de que se bastaban a sí mismos, sensación más fácilmente explotable en este momento de interinidad en la presidencia de EEUU. Dada la nebulosidad de los restantes objetivos, es inevitable sospechar que tras los ataques se oculta la voluntad de atizar ese sentimiento de superioridad. Hinchar los corazones patrióticos y fanáticos o contrarrestar mediante el uso abusivo de la fuerza la sensación de vulnerabilidad resulta rentable con vistas a las elecciones de febrero.

Cuando ese cálculo electoral aflora como único fin se comprende la desmedida crueldad de los ataques. Israel termina así de hacer trizas el debilitado argumento de sus defensores, que ensalzan su condición de oasis democrático frente a las teocracias o dictaduras circundantes. En esta embestida, Israel tampoco ha cumplido las obligaciones de toda democracia -atacar sólo en legítima defensa, de forma proporcionada y ajustada a los objetivos-, pero esto apenas representa una novedad. Lo más grave es esa deriva enloquecida en que las elecciones han perdido su carácter virtuoso para convertirse en un estímulo del lado más beligerante y criminal que anida en la tullida alma democrática de Israel.

Irene Lozano

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