El sanchismo, ese picor crepuscular
Llegó la primavera. Esa señora que entró canturreando por la Castellana como si fuera propietaria de la Torre Madrid, donde descansaba Jessica. Y mientras florecían los parques se nos apagaba el país. Se fue la luz. Se fue España. Como si un niño travieso hubiera desenchufado la península de Europa y anduviéramos a tientas por los pasillos del siglo XXI, con el candelabro en la mano y un nudo apocalíptico atascando el gaznate.
Madrid, otra vez, resistió. A base de padecer el implacable sanchismo, hoy encarna de nuevo la patriótica metáfora de la mujer incansable, apaleada y digna. Y el temple de los madrileños brilló más que las farolas fundidas. No hubo saqueos ni incendios. A uno, aun siendo de aquí y acostumbrado desde pequeño al modo enérgico e inconformista de esta ciudad, le emociona la demostración de civismo, paciencia, generosidad y buen rollo que borbota inesperadamente en las sangrantes heridas de este pueblo, justo cuando todo parece más duro por incomprensible.
Algún camarero, en Chamberí, siguió sirviendo cafés a ciegas, guiado por su buen olfato de negocio. “Aquí no nos rendimos ni cuando nos quitan el wifi”, decía un chaval en Malasaña mientras compartía sus datos móviles como si fuera el pan de la posguerra, bajo el portal en penumbras de un comercio que languidecía ayudado por un generador.
Ahí, en la oscuridad, brilló como otras veces la corrupción. Sin luz, a veces todo se vuelve a ver más nítido. Seis horas de reflexión gubernamental para abordar la crisis comunicativa, lo único que importa. Ninguna explicación. Nadie sabe cómo se pueden perder 15 gigavatios como el que olvida un calcetín en el vestuario. Solo las loas lacrimógenas de Sánchez, idénticas a las de otras crisis, al civismo voluntario de algunos. Vienen de alguien que solo cree en el Estado y que no hace casi nada en situaciones como esta. Faltó decir la estúpida frase que se acuñó durante la crisis del Covid: “De esta situación saldremos mejores”.
Pero al día siguiente la culpa era de la empresa privada Red Eléctrica, que el Gobierno controla con un 20% y donde colocó a la ex ministra Beatriz Corredor. El PSOE, que antaño fue el partido de las chaquetas de pana y la ilusión obrera, hoy se ha convertido en una gran cofradía que amanece, que no es poco, para gestionar la narrativa decadente del hermano del trinque, del software afanado y de las sobrinas del placer. El pueblo la noche antes, mientras tanto, chupa velas y tuitea verbalmente su indignación.
Ayer nos olvidamos por un rato de la insoportable idea de que tal vez nos vigilan, nos manipulan y nos emboban con vídeos de gatos y reels de recetas veganas. Ahí estuvimos los españoles, defendiendo la sociedad civil desde el sofá, aunque con un prurito que es ya insoportable. Esa molestia crepuscular del algo que no se acaba. Un picor al final de la espalda que nos recuerda que estamos vivos y que algo va muy mal en España. La comezón que provoca el permanente postureo político, la censura ideológica en algunos medios y los infinitos caraduras con cargo que abundan arriba. No hay pomada para eso.
Hablando de lo que escuece, hablemos del fanatismo antinuclear, otro de los mandamientos del ecologismo pijoprogre. Se oponen a las nucleares con la pasión con la que un noble lo hace a un chándal en una boda. No obstante, cuando llega el apagón, son los primeros en llorar por el coche eléctrico. No hombre: la energía no se genera con batucadas ni con el compost de la planta en la terraza. Hay que elegir, o queremos luz o queremos dogmas.