Tarjetas de visita
Hemos olvidado casi por completo que hubo una época, ni siquiera tan remota, en la que para los viajes no eran necesarios los pasaportes. Las personas no tenían que llevar consigo un enojoso documento público, una importuna cédula personal o unos antipáticos certificados que permitieran su inmediata identificación. Se cruzaban las fronteras sin que nadie detuviera al pacífico viajero. La policía se ocupaba de cumplir su deber, tal vez con mayor eficacia que hoy en día, sin detener a los ciudadanos que transitaban por las calles. Eran tiempos en los que la tarjeta de visita cumplía la función para la que fue inventada, acreditando la identidad de quien la exhibía y reemplazando a su titular cuando no podía, por los motivos que fueran, desplazarse personalmente, ya fuera a las dependencias públicas o a cualquier acto social.
Stefan Zweig es uno de los autores que mejor rememora aquellos tiempos dichosos. Después de muchos años recorriendo Europa, la primera vez que para cruzar una frontera le exigieron un pasaporte se sintió indignado. Para Zweig, al igual que para cualquier europeo de antes de la Primera Guerra Mundial, disponer de un pasaporte, o de una identificación personal, era cosa propia de gente de poco fiar, casi de maleantes. Cualquier persona honrada podía pasearse a su antojo por aquella Europa de entonces sabiendo que nadie le importunaría y, mucho menos, cuando se dispusiera a cruzar una frontera.
Descubrirían que hubo una Europa, muy diferente a la actual, en la que los valores eran más importantes que las cifras y en la que el poder público estaba todavía al servicio de las personas
El propio Stefan Zweig rememora cómo un mal día la situación cambió por completo. El asesinato de Walther Rathenau, ministro de exteriores de la República de Weimar, con quien Zweig acababa de estar en Berlín, fue tal vez el episodio que cambió, ya para siempre, una manera de entender la vida. En aquella ocasión acompañó a Rathenau, que tenía que depositar tarjetas de visita en varias embajadas. Aprovecharon el trayecto en automóvil para charlar sobre la situación en Europa. Al cabo de unos días, en ese mismo vehículo, el ministro sería ametrallado por un grupo de extremistas alemanes.
Ni que decir tiene que hoy en día casi nadie se toma la molestia de depositar en ninguna parte sus tarjetas de visita, y mucho menos los actuales ministros, gente ciertamente atareada pero también poco informada sobre estas tradiciones, cuyos ecos han llegado hasta nosotros gracias a las deliciosas páginas de Memorias de un europeo. Qué duda cabe, sin embargo, que su lectura les resultaría muy beneficiosa. Descubrirían que hubo una Europa, muy diferente a la actual, en la que los valores eran más importantes que las cifras y en la que el poder público estaba todavía al servicio de las personas.
Ignacio Vázquez Moliní